lunes, 8 de agosto de 2011



La realidad es para gente sin imaginación. Ese era el lema del fin de semana de teatro que se inició la jornada siguiente en el lugar. Teatro callejero, con y sin talento. Títeres imposibles de otro tiempo. Y algunos títeres de sí mismo. Lo que en un tiempo se llamaban cómicos en tono despectivo, y en el tiempo actual algunos lo siguen llamando así.
Caras pintadas por la calle, o sin pintar. Todas esconden una historia. Grandes zapatos con pinta de estar hartos de caminar. Y alguna bicicleta circense que pinta como complicada si quiera ponerla en pie, día a día.
Historias e ilusiones por cada esquina.
El planteamiento de la jornada parecía divertido. La improvisación amenazaba en cada rincón, y con luces y sombras siempre se rasca algo interesante. Por suerte un día más primaveral que veraniego mantenía ese ten con ten que le permite a uno valorar un día delicioso sin grandes calores y ni pizca de frío.
La primera visión del escenario callejero invitaba a mezclarse entre la gente, a zigzaguear por lo puestos de los artesanos, y pararse a ver una estúpida representación infantil que atufaba a una repetición cíclica de bromas exactas. En cualquier caso la sensación de que la vida pasa se come a un mudo lleno de tecnología que desprende ese aire a multi-aventura de la videoconsola que ustedes quieran.
Esa sensación propicia un efecto lupa sobre colores y olores. Efecto que texturiza los sentidos, que da volumen al sonido. Pasan cosas a tu alrededor, y por lo tanto con cada uno. Uno siente, por lo menos de los 5 modos conocidos.
Tras un desfile de gigantes y cabezudos, un “carroussel” de otro tiempo con artefactos tan singulares como un sputnik sin Gagarin ni laikas, un globo de los pioneros del siglo XX, la avioneta de los hermanos Wright, el submarino de Isaac Peral, y así en un desfile circular de los grandes inventos de nuestro tiempo más cercano. Todo un contraste a esas orejas negras de ratón de una factoría norteamericana que avasalla la mercadotecnia mundial. No digo quién es por no descongelar al creador de la cosa.
Títeres de buenos y malos, con bromas para niños y constantes invitaciones a sus acompañantes padres para financiar una función que depende de unas monedas para llegar a la próxima.
En un parque alguien lanza un discurso. Con la pinta que pudiera tener el errante que vende de pueblo en pueblo el elixir de la eterna juventud. Allí arremolina a un grupo de curiosos bajo un cartel que anuncia las grandes conspiraciones de la historia.
Buscando el mejor sitio nos establecemos al lado de un maletón de otro tiempo que coronaba unas botas de material que podría calzar Henry Miller en el tiempo del París de entreguerras, pintores, cabaret, sexo y “belle epoque”.
Zapatos de payaso elegante, aburridos de escuchar siempre lo mismo, bajo el fundamento de lo que alguien insinuó antes allí, se repartía estopa para todos.
Por supuesto que tocaba todos los clásicos. El hombre llegó a la luna o fue la mejor película rodad por Kubric. Las sombras, la bandera ondeando y una huellas que no se entienden.
Elvis Presley echando gasolina en una estación de servicio de Colorado, justo una semana después de verlo tomando el sol en el Caribe. Hay quien lo ha visto visitando las ruinas del Machu Pichu. Otros dicen que no eran Elvis, que era Jesús Gil.
La bala imposible que acabó en Dallas con Kennedy. Por aquí la comisión Warren daba más información que el charlatán que iba hilando cada historia como si todo tuviera que ver. Naturalmente una cosa lleva a la otra.
Extraterrestres en la tierra, los Iluminati y el nuevo orden mundial. Paul McCarney falleció y le suplantó un policía canadiense. En este caso es la lisérgica composición del Abbey Road de The Beatles, donde alguien pasadito de algo le dibuja muerto. El misterio de la creación del virus del sida, Marilyn sigue viva, y no creo que me deje nada en el tintero, pero allí todo el mundo miraba con la fascinación del que no se aclara si eso es vida o teatro. O ambas cosas eran lo mismo.
No dio tiempo a grandes conversaciones con las botas de la belle epoque. Pero en cualquier caso, alguna frase cruzada, alguna expresión de esas que no necesitan el acompañamiento de ninguna palabra definida daba el aire que por allí se habían vivido tiempos mejores. Por qué no, también podría quedar en el hastío del que está harto de escuchar siempre lo mismo en una eterna sesión continua que deja de interesar después de la doble repetición.
Nosotros con una única vez tuvimos bastante. Nos alejábamos bajo el repiqueteo metálico de las monedas que caen sobre una maleta de madera y latón que nada tenía que ver con los materiales que acostumbran a inspeccionar los arcos de seguridad que invaden los aeropuertos de nuestro tiempo.
Todo aquello parecía sacado de algún refrito de historias alojada en alguna dirección virtual de la red. La aldea global y las sociedades de la información ponen más complicada la capacidad de sorprender. Es más, algunos les ponen en evidencia. Con un vestuario más propicio para magias ambulantes, nos vendía unas historias que todo el mundo había escuchado por algún tiempo. Si lo dejamos en teatro faltaba expresión. Desde luego que aguantaba más ese papel que el divulgativo.
Después de franquear una carpa con olores a miel, almendra, sésamos, embutidos, quesos y aceites. Naturalmente que algún vino. Bajo la pancarta de alimentos ecológicos del lugar la pequeña producción hace su agosto entre degustaciones mínimas que ponen en compromiso para el consumo de lo que uno hubiera probado. Si vas con habrá puedes acabar con cualquier cosa en una bolsa que entorpecerá el deambular por el lugar durante toda la jornada.
Mejor parar. Un café, un croissant mixto espectacularmente gratinado, y de nuevo en la ruta a la búsqueda de alguna representación que resucite el sentir. Así, en general.
Perdidos por el mapa, de pronto unos jardines inmensos. Acotado por un edificio histórico y un terraplén. Entre lo físico edificado y lo áureo de un barranco vegetal que habilitaba la vida de su profundo inframundo, con la perspectiva de la montaña opuesta en contrate con un cielo azulísimo. Cuento y me salen más de las 3 dimensiones. Entre lo físico y lo áureo un jardín con una arboleda que refugiaba a los pájaros que alternaban el cielo, el suelo, el árbol y el inframundo. Todo ello bajo la música de un piar que ponía la banda sonora de una obra a punto de empezar.
Me lo dijo la Luna. Así se llamaba. Sol y luna de fondo, el cielo un poco más adelante, después vendrían los árboles que intercambiaban posición con los pájaros. El edificio histórico marcaba el flanco derecho, el inframundo profundísimo a la izquierda, y en la ajardinada platea 3 cómicos hablan de vida. Sin hablar de nada se siente de todo. Desde la tristeza a la alegría. De la compañía a la soledad. De lo errabundo a lo establecido. De lo más espiritual a las carnales amapolas. De tener y aspirar. Entre acordeones y muecas, con muñecos de otra época y artefactos del comediante de siempre, el final lanza las palmas a pasear en uno de esos aplausos que hasta una simple chancla altera su epidermis hasta el espeluzne. Emoción.
Sin pasar nada, uno abandona el lugar con la sensación de que ha pasado casi todo.
A pleno sol. De pronto las conversaciones posteriores al evento claramente están muy por debajo de lo vivido. Sentado bajo el árbol que da la mejor sombra el cruce de palabras no atina con expresar lo allí vivido. Como con miedo de poner palabras a los sentimientos.
Tras varios minutos en silencio y como fondo de unas conversaciones sobre “croissanes” gratinados, tipos de café, la diferencia entre la jalea y la miel, nadie tocaba lo que la luna le cuenta a cada cual.
Mirando a mi impar compañero le asalté con una de mis demoledoras cuestiones.
- ¿Por qué cuando los humanos sienten con más fuerza no hablan de ello?
- Tú y tus preguntas. De algún modo debe haber alguna relación entre las palabras y el sentimiento.
- No lo entiendo. Es lo que les hace únicos. Teniendo la posibilidad de hablar de lo que sienten incluso racionalizarlo.
- Miedo
- ¿Cómo?
- Algo así debe ser. Por alguna razón he observado que lo habitual es hablar de lo que sea menos de lo que uno siente.
En una de esas relaciones de acción-reacción solo justificables desde la magia. Después de casi una hora hablando de casi nada. Alguien de un modo tímido reconoce tener aún la carne de gallina. La belleza se había apoderado de ella, y los sentidos habían sensibilizado su existencia hasta tal punto que necesitaba contarlo.
Bueno no sé si contarlo o simplemente bosquejarlo. Con ese aire de buscar el eco que justificara lo que por allí andaba pasando.
Normalmente uno teme dar palabra a lo que siente. Pero si alguien arranca el eco suele andar por allí.
SI no hay eco, lo mejor es marcharse a otro lugar que lo alimente, pero en esta ocasión el interlocutor de turno afianzó ese sentir. Embargado bajo el mismo sentimiento, y desde la tranquilidad que da estar en la misma onda, rienda suelta a lo espiritual.
El miedo paraliza, y la ausencia de él tampoco es que a uno le haga más valiente. Seguramente a uno le hace ser uno mismo y punto. La extraordinaria normalidad. Por allí también se habló de eso, como para descargar, conciliar, identificarse, soltarse o lo que fuera, al conversación se movió entre las coordenadas de lo bueno que hace al interior expresar de lo que ocurre por allí. Me refiero a lo espiritual, a lo físico seguramente le hacen falta menos palabras para satisfacerlo.
Otro tema de fondo fue cuando se habló de la capa de nuestro tiempo. Capa o más bien indumentaria coraza. Esa impermeabilidad al sentir que fomenta los valores expuestos por la televisión, que vomita ese mensaje de impenetrabilidad del alma, de individualismo voraz, de huidas hacia delante, de no pararse a la reflexión, ni hablamos de retroceder para tomar la perspectiva que te haga ver el camino escondido que busque cada cual. Todo ello propicia el mensaje que es mejor parecer que ser, aparentar que uno es tan fuerte que ni siente.
En medio de aquella zarabanda de argumentos cruzados que ya dejaban la obra de teatro que propició todo esto en el olvido. Mi compañera me miró, y sin más cerró capítulo con una de sus acostumbradas frases.
- Uno es más valiente por sentir, por saber lo que esta sintiendo, por contarlo o no, pero en definitiva por enfrentarse a ello. Con o sin pausas. Con o sin retrocesos. Por huir, hacia adelante o hacia atrás, uno no es más valiente es más cobarde

La luna va ganando al Sol, esa noche no será oscura para nadie. Una máxima que escribió alguien en otro tiempo decía que la hora más oscura siempre es antes que salga el sol. Yo le recuerdo que no tuvo en cuenta la luz de Luna. A mí me lo contó una noche de San Juan.

La fiesta de la luz. Fuego y noche. Fiesta pagana que celebra la vida. Entre deseos y solsticios, mientras uno celebra que está vivo pone un nuevo arranque en el camino.
De algún modo, esa noche bajo el descanso que anunciaba una hamaca de hilo que se bamboleaba sobre nosotras, por allí se hablaba de la noche de San Juan del año precedente. La luna estaba locuaz, y el miedo a hablar de lo que cada cual siente parecía que había puesto en franca retirada a la huida que maneje cada cual
Uno hablaba de playas de sur, de hogueras litorales, de baños a las 12, de tambores de vida. De una fiesta común atomizada por cada hoguera. La noche acompañaba. Precisamente ese día poco, al ser la más corta, y el amanecer ponía el fin de fiesta. Fiesta de otro tiempo vivida en éste. La cosa debía quedar en borracheras colectivas sin mucho sentido, la verdad. En cualquier caso la silueta de dos enamorados en el berrocal del acantilado ya justificaba el despliegue del lugar.
Por allí se dibuja la fiesta de un pueblo con una gran hoguera. Plaza de piedra con graderío. Las llamas llegaban a la luna, el fuego inabordable posponía los saltos del mocerío del lugar. El calor asfixiaba, las frentes brillaban más y más. No había refresco. Ni cerca, ni lejos del fuego.
Malabares, equilibristas, mallas de juglar, naturalmente bicolores. Sombreros con puntas infinitas coronadas por infantiles cascabeles.
Suena el tamboril, la dulzaina,… “Hippies de otro tiempo, “perro- flautas”, extranjeros de diferentes pieles que se unen a la fiesta mientras otros la comercializan. Los ricos del pueblo, los pobres. Los ancianos y los niños. La fiesta del mediterráneo, que homologa a los individuos, que festeja por una vez que todos son iguales. Mañana será otro día.
Huele a sangría rancia, a hielo de gasolinera, a brasas de encina, a pincho moruno a punto de caer abatido por el hambriento que ande más listo en la infernal cola. Huele verano y a fiesta.
De pronto una nubes que invadieron el cielo. Una tormenta monstruosa, un fuego que baja la escalera de la luna, granizo, más agua, gotas a borbotones, la gente en retirada, pero no todos. No había refugio ni siquiera para la mayoría. El agua puede con el fuego, el de la hoguera y el de los festejantes.
Pero, cuando uno está empapado ya no se puede mojar. Los tambores suenan cada vez más rápidos, las flautas se apagan, la hoguera se va poniendo propicia y los saltos festejan la presencia de los cuatro elementos. Agua a manadas, el fuego que va perdiendo protagonismo, la tierra va tornando en barro, y el aire mueve el agua, que mueve el fuego, y con ella los sentidos y la conciencia de vivir algo único.
Cuando se enfada la naturaleza, la tradición carga la responsabilidad al enojo de los dioses. Desde Tutatis a Manitú. El justiciero Yahvé. Por allí no hubo castigo, más bien celebración. El fuego se apaga, el calor baja, la gente salta, la fiesta sigue, y la vida avanza. Un recuerdo para siempre.
La hoguera navega sobre un lago. En otro tiempo, el temor a lo inaudito lleva a la magia. La magia mal entendida puede acoger el apellido de la brujería. La bruja a la Plaza del Rollo, y allí al fuego purificador, hasta que llueva otra vez y la bruja sea otra. Esa manía de echarle siempre la culpa a alguien.
La desgracia nunca viene porque que viene, o porque tocaba. El Diluvio Universal vino como castigo ante los excesos de lo humano. Nunca se enfocó como la prueba definitiva que desarrolló la navegación, por ejemplo.
Cuando no entendemos algo. Y partimos del supuesto que pase lo que pase nosotros no tenemos la culpa de nada, la respuesta es muy fácil. La culpa es de otro.
Si lo localizamos se le castiga, y si no, lo dejamos bajo la espalda del Dios justo que toque a cada cual para imponer esos escarmientos tan conmovedores como relatos, además de ilustrativos para los devenires futuros. Aviso a navegantes.
Bajo el caprichoso e inconcreto haz lo que debas, la gente no se mueve. Se esconde bajo el espíritu del ovino y así nadie acaba expuesto en la plaza públicamente castigado.
Luego lloverá a mares como siempre. Porque lo que cada uno siente lo hace porque vive. Llueve porque hay nubes. Hace calor porque hay sol. Uno respira porque existe el aire. Y los caminos están para que todos los pisemos. La vida sigue igual.

Abatidos por un día movido, con el precedente de un par de noches que se movieron entre el insomnio y lo mal y poco dormido, después del despliegue climatológico-sensitivo, lo sensible, es decir lo cabal era el desmayo, y por allí pasamos la noche debajo de la hamaca anteriormente reseñada con un techo lunático, una brisa ausente y una predisposición al descanso que sólo fue interrumpida con el día alboreando en una breve excursión a la habitación acostumbrada.
Al día siguiente estaban programadas algunas cuestiones logísticas. Entre compras, periódicos y aperitivos pasamos la mañana. Por la tarde algo de playa no muy trascendente, y al regreso, como de costumbre en el agreste acantilado que se dibujaba al margen izquierdo de la carretera, y que advertía la vista del inmenso mar. Entre pájaros y grandes árboles, un coche estaba aparcado como todos los días de lunes a viernes. Entre bromas y veras por allí subyacía el adjetivo del guardián del acantilado
Con anterioridad ya se había comentado la extraña presencia del ciudadano que allí se establecía junto a ese coche. El auto siempre aparcado en la misma posición. Si no fuera porque los fines de semana le extrañaban y por las mañanas por allí no se veía a nadie pudiera parecer que el personaje se había acampado allí.
Algunos días quedó en el aire la posibilidad de saciar la curiosidad y directamente abordar el interrogante. La discusión se manejaba entre los extremos de parar a entablar conversación asiéndose a alguna excusa fácil, a la posible rareza del afectado y la posibilidad que se sintiera agredido. Vamos que normalmente se cerraba con un: “Déjalo estar que hay mucho loco”.
Un día con otro la estancia en la playa iba consumiendo sus últimos días, y los interrogantes están para despejarlos. Mantenerlos abiertos lleva consigo la condena eterna de la ignorancia.
- ¡Venga, vamos a parar!
- ¿Y qué le preguntamos?
- Pues una de esas preguntas no convencionales que dejen espacio a algo más que monosílabos, o lenguaje directo, o…
- Vamos un cruce de caminos. Perfecto. Y entonces…
- Déjame que le abordo.
Tras desviarse de la carretera natural que comunicaba la playa de la urbanización donde vivíamos, nos acercamos con la prudencia que da la lentitud en el acercamiento, y por allí resonó una pregunta que en realidad le pedía opinión sobre la cala más bonita, la más solitaria, la más pintoresca de la zona. Alguien pedía opinión.
Nada de sí o no. O vaya hasta el pueblo y tuerza a la derecha. Ni de broma preguntar por la gasolinera que todo el mundo sabía dónde estaba, y tras enlazar las tres frases necesarias la conversación se podía dar por terminada. Es decir, caballero, queremos su opinión.
Hágase la luz.
Enredados entre los que le gustaba, le gusta y le gustará. Por allí comenzaba a asomar la personalidad del personaje.
Mientras nos recomendaba una playa de un pueblo cercano que se mantenía apartada de las muchedumbres bajo el inconveniente de una población limitada y un acceso no programado por ningún ayuntamiento.
Si cuesta entrar, costará salir. Si se dificulta el acceso entrará menos gente. Si no se conoce mucho sólo irán los muy cercanos. Y si no va mucha gente la capacidad de irradiar la información se limita.
De ahí a alguna ya conocida por nosotros. Más cercana. Todas bajo el velo que la belleza, la soledad, lo especial. Alejado de chiringuitos, de niños pistolas de agua, de grasientos ciudadanos jugando a las palas haciendo un deporte que no saciará las pantagruélicas viandas que fueron consumidas unas horas antes. Después de la palas vendrán, helados, bebidas azucaradas y las frituras de lugar. Eso sí la conciencia tan limpia como el que se come una fabes, un asado y se echa sacarina en el café. Conciencia limpia que no concienciada.
Las indicaciones sobre la playa recomendada no daba para más, pero el intercambio de información ya dejó ver que la persona que andaba por allí explicando era alguien sociable, educado, algo había de fondo que le hacía interesante, especial.
Tras la sombra de la sospecha. De alguna manera, aquel hombre que se llamaba Héctor vislumbraba que la parada no obedecía únicamente a la pregunta en cuestión.
Cuando nosotros vemos a alguien se nos olvida que él también nos está viendo a nosotros. Es decir, un día con otro, y por un camino donde el trasiego de coches tampoco es muy elevado, el casual encontronazo no parecía que pudiera tener tal cariz cuando el coche en el que venía llevaba casi 2 semanas pasando por allí con cierta frecuencia.
Conocer las particularidades de un lugar lleva su tiempo, pero acorde a las dimensiones, esa pregunta se podía haber producido al menos 10 días antes. Así al vuelo, se me ocurre.
Fuera caretas, y por allí se descubre el pastel. Lo peor de una pregunta fácil aparentemente intrascendente puede ser que preludie alguna de mayor enjundia. Y después de recoger la información de la playa apuntada en el pueblo cercano, que por otra parte parecía interesante investigar, alguien preguntó sin más porque estaba allí todas las tardes, que llevaban viéndole durante 2 semanas como pasaba allí la tarde solo, que les había extrañado, al mismo tiempo que sin conocer nada de él le inspiraba interés. Siempre tumbado, leyendo, mirando el sol, bajo la sombra de un árbol, el coche siempre aparcado exactamente en la misma dirección.
Sin demasiadas palabras, el ciudadano solitario retrocede sobre sus pasos, se dirige al coche con ademán hospitalario. A la vez que engancha dos mullidos cojines y los arroja sobre la enorme esterilla que cubría un suelo que se movía entre la hierba y el puro matojo.
-Quieren tomar algo, tengo bebidas frías, zumos, horchata, una cerveza.
-Pues,…
-Si no tienen prisa podemos conversar un poco, tengo una ahora más y acabo de terminar de releer “La Alta Edad Media“ de Asimov. Bueno en realidad el libro originalmente se llama La Edad Oscura, que es más propio. Primero porque fue el nombre que le puso el autor, y eso ya le confiere un grado, y después es porque además es verdad.
Por allí la primera conversación, después de abrir un brick helado de zumo de frutos rojos se convenía en destacar esa manía de ir cambiándole los nombres a las obras ajenas. Tan española.
La literatura es menos popular, pero Sonrisas y Lágrimas y “The Sound of Music” es universalmente conocido. Highlanders y los inmortales. O “Some like it hot, y por obra y gracia del erudito mediocre de turno le pone con Faldas y a lo loco.
Pues eso, como mínimo dudoso.
Después del primer intercambio de golpes, por allí se destacó el concepto “releer”. Alguien que lee merece todo el respeto, pero si lo hace de nuevo,… Otro nivel.
-Sí, mañana empiezo con los 4 tomos que repasa la historia de los Estados Unidos. Los leí hace justo 10 años, y lo celebré tanto que cuando terminé la colección asumí la deuda de volver a afrontarlo bajo el prisma del conocimiento inicial.
-¿Y eso hace aquí todas las tardes?
- Pues la verdad es que sí, en ocasiones me pongo la radio para desengrasar, si tengo sueño duermo un poco.
-¿Pero, a qué hora llega?
- Pues salgo de trabajar a las 3, y aquí estoy hasta las 8 menos cuarto. A esa hora, me acerco a la estación de tren recojo a mi chica que trabaja en el hospital provincial, y nos subimos juntos a casa. Vivimos en el pueblo hippie que está en la montaña. Camino de las rutas de los pueblos blancos.-
- ¿Todos los días?
- Pues sí, podría subir y bajar a recogerle, pero en realidad voy a buscar un lugar agradable para leer, no tiene sentido ir y venir cuatro veces al día, la carretera es traicionera. Yo aquí soy feliz, y me encanta hacer el camino contándonos las intrascendencias mundanas de un día rutinario. O no.
Por allí se respiraba que el camino daba lugar a una conversación o un silencio tan reparador como el mejor psicólogo del lugar. La compañía balsámica dejaba los residuos tóxicos del día en el camino. De alguna manera, el espíritu convenido y jamás hablado dejaba bien claro que sólo importaba lo que quedaba por venir. De ese día, de esa semana, ese mes, ese año, esa vida. Juntos.
Por allí surgieron los primeros interrogantes sobre porque no entraba en algún bar, por la zona había algunas terrazas de bares y chiringuitos que entre bosques y mares, sombras y brisas podrían ser agradables.
Por allí se comentó que había intentado todo tipo de lugares. Bares, bibliotecas, algún cibercafé. Durante unos meses se iba directamente a una cala del lugar, la más habitual es la que nos recomendó inicialmente. Pero aquella no era accesible para su coche, y las otras lo que no dejaban pasar eran los modales de los niños jugando con la arena, los deportistas ocasionales, los vendedores ambulantes, la fauna dominguera de nevera atestada de cervezas. En realidad nada en contra de todo este panorama, cada uno hace lo que le gusta, y bueno está, pero andar buscando el entretenimiento del libro que toca entre tanto alboroto no parece muy compatible. Las terrazas tres cuartas de lo mismo. Para empezar la frase inicial del camarero, esa de “¿viene sólo?”. Pues sí, tan raro parece, ve alguien a mi alrededor, le ha molestado que no venga a leer aquí en comunidad. Además esa incomodidad del que después de un café, pide otro, a veces un té del sabor que pida el cuerpo y siempre ese vaso de agua que apetece tanto al que lo toma, como tan poco al que lo sirve.
La biblioteca tampoco terminaba de completar el clima buscado, y lo del cibercafé de tanto en vez lo hacía cuando tenía algún interés coyuntural.
En definitiva el acantilado solitario, le permitía sol y sombra. Soledad accesible. La carretera prácticamente al lado para tomar la vía que le conducía hasta la estación de ferrocarril. Y el coche como librería ambulante a la puerta de casas. Bueno librería, nevera, medio de transporte, cama improvisada, refugio de eventuales lluvias, y seguro que alguna cosa más.
De algún modo dejó caer la inconveniencia de los acostumbrados bares como lugar de encuentro. Todo el mundo siente la necesidad de hablar. De cosas que normalmente no conocen. Algunos opinan, leen en alto el periódico, es decir vocean la opinión de otros, la hacen suya, para terminar la jornada pensando igual que cuando entró en ese bar. Cada día. Bromas dudosas, y demasiado alcohol. Adictos a los destilados, al juego, a la compañía de la clase que sea, a la conversación de la condición que sea, a la opinión barata, a saber más que el otro, a hablar mucho y escuchar menos.
Naturalmente que el resentimiento dejó también alguna vía de escape con el genérico naturalmente todo el mundo no es igual, y de tanto en vez siempre hay alguien que interesa. De hecho se puede aprender de cada ciudadano, aunque sea lo malo. Digamos que ejerciendo ese efecto reflejo a tres bandas. De lo que ves, de lo que podrías ver, y de lo que jamás querrás ver una mañana cuando te levantes y te mires a tu espejo. A lo mejor suena a perdedor, pero en ocasiones es más importante saber lo que no quieres ser, que saberlo.
El zumo se agotó. Menos fresquito de lo que inicialmente rezaba la invitación, pero a menos frío más sabor.
El interrogante desveló algunas incógnitas. Entre ellas, que ese señor no era tan raro, que vivía como quería porque quería. Que era alguien cultivado y vivido. Que amaba a su mujer sobre todas las cosas. Que sus zumos estaban menos fríos de lo que él decía. Que había una cala que teníamos que descubrir, que la última semana teníamos una puerta más a la que tocar cuando apeteciera. Y que la única manera de salir de dudas es plantear la pregunta.

Al día siguiente, el planteamiento de visitar la cala propuesta por Héctor en el pueblo de al lado apareció como primera opción en ese debate que se abría cada día entre zumos, tostadas y café.
Costó un poco encontrarla, porque las referencias que teníamos No eran demasiadas concretas. Una fuente de agua medio ferruginosa con algunas propiedades para la piel, un camino, unas piedras, una extraña grieta con la extraña leyenda de albergar una veta de cuarzo rosa, unas chumberas como último icono de esa especial de mapa de las isla del tesoro que nos trazamos.
En definitiva, media hora con aire de estar más perdidos que otra cosa, ni fuentes, ni cuarzos rosas, piedras y chumberas numerosas, y finalmente un cartel sobre un contrachapado de otro tiempo que indicaba un escueto “El fin del Mundo”. Debajo un mapa medio misterioso que dibujaba sobre lo que parecía ser el litoral del occidente europeo, el camino de Santiago, una ruta que podría acabar en la Bretaña francesa, y una más en lo que parecía ser el sudoeste de Inglaterra. La cuarta describía el serpenteo de un camino que identificamos rápidamente en cuantos salimos de los berrocales y matorral que asumía su papel de portalón de un camino pedregoso escarpado y caprichosamente inclinado.
Después de veinte minutos de prueba se llegó a una playa asolada, algas y arena, abrazada por un acantilado semiesférico que propiciaba el ocultamiento del paraje. Al fondo una tienda de campaña que inicialmente parecía solitaria pero que poco después descubrimos dos cabecitas que regresaban con requiebro que dibujaba el mar sobre el acantilado de la izquierda, y el sol que presenciaba todo aquello. Como rezaba el viejo lema dominico: Al final de camino, la inmensidad de la belleza. Tocaba dejar que la mera contemplación serenara las dificultades del trayecto.
El mar no terminaba de estar tranquilo pero el soplido que ejercía el mar sobre las piedras actuaba como unidad de zen de bienestar que invitaba a un silencio inexistente. Más bien ausencia de palabras. EL espectáculo era admirable, tras una primera fase de aturdimiento, un baño, un ágape y un paseo por el escueto paraje para valorar el espectáculo desde todas las perspectivas. Uno de esos lugares que imagino que frecuentan los navegantes estivales, otro modo de disfrutar el mar.
El día se pasó en el tiempo que uno tarda en volver a mirar un reloj impenitente. La duda sobre aguantar a la puesta de sol se disipó en el momento que se valoró el camino de vuelta. A pleno sol podía rozar la calamidad, pero la falta de luz podía ser el prefecto preludio del mero accidente. Desde luego que el lema dominico no dice nada del camino de vuelta.
El final de ese día, desde la comodidad de las hamacas de hilo, y tras la exaltación física del lugar, la conversación cayó sobre el mapa que preludiada el tortuoso acceso.
Por allí se habló del al búsqueda eterna del fin de la tierra por los antiguos pobladores. De hecho las incursiones de los osados celtas hacia el continente europeo en la noche de los tiempos no buscaban otra cosa que visitar la línea que finalizara nuestro mundo. Vaya exactamente igual que ahora con tanta carrera espacial. En realidad, más allá de la tecnología que propicia y acelera, el motivo intelectual viene a ser el mismo. Los celtas cuando buscaron el final de las islas británicas y conocía que existía Europa, con toda la lógica del mundo pensaron que el supuesto fin de mundo no podía estar cerca de donde ellos vivieron, vaya simplemente por una cuestión espacial. Donde está cada cual es el mismo centro. Buscaron las esquinas de Francia y trazaron un primer camino hacia la Bretaña. La misma canción con la península ibérica, y allí se plantaron en “Fisterra”. Naturalmente que la música de esa canción venía con gaitas.
Más tarde, los avances de la navegación buscaron el fin del mundo en América, en el Pacífico,… En una de estas conversaciones apareció el sueño y se llevó a todo el mundo a la cama.

El siguiente día se amaneció realmente tarde. De algún modo la excusa propicia para volver a visitar a Héctor estaba servida. De momento había que agradecer el consejo sobre el lugar remendado. Ni muy pronto, ni tan tarde como el último día. Nadie habló de horas. La invitación para la visita era abierta, pero si por allí se caía a primera hora delataba un interés desmedido que podía propiciar el rechazo. LA hora de conversación del primer supo a poco. Pero rebasar algo más que las dos horas podría ser excesivo. En cualquier caso, también estaba la opción si la cosa no fluía de abandonar el acantilando arguyendo cualquier excusa que se ocurriera. O simplemente marchándose y punto.
Bueno un enjambre situacional que acabó con un primer vuelo de reconocimiento por la carretera para comprobar si estaba allí. Y efectivamente, con el coche aparcado en la misma posición, el primer paso le adivinaba en lo alto de la piedra enfocando el mar y con la cabeza mirando hacia lo que se podía imaginar que debía ser un libro que tenía tener en alguna posición cercana a sus rodillas.
No pasaron ni diez minutos, y por allí cayó la prometida visita. La cara de Héctor al ver la compañía puso una sonrisa de las hospitalarias de verdad. Con la naturalidad del que espera la visita, lo esperado no deja que su cara asuma la expresión rutinaria. Verdadera alegría, del anfitrión que tampoco necesita andar dando volteretas laterales para expresar que lo que por allí llega es bienvenido de verdad.
No hizo falta ni acudir a la excusa. Rompió la conversación preguntando por la cala de Fin de Mundo. Dos o tres cruces de palabras sirvió para que cerrara con la seguridad de que les iba a encantar. Se basaba en el simple hecho de que la experiencia le decía que aquellos que preguntan por una playa, no les sirve las que todo el mundo ve. Es decir, buscan algo. Primera condición para encontrar algo.
EL lugar es increíble. El mar habla, escucha, nos toca, huele. Casi tiene hasta una textura especial, y el rezume de las rocas crea como un microclima programado pro aguantar el sol más rabioso que imaginas. Sin sol puede resultar un tanto fresquito.
-¿Y el mapa? Es extraño que bajo un cartel que nadie puso la molestia de elaborarlo un poco más. Estaba diría yo que hasta torcía, el tablón como ahuecado, y las letras se veían, pero den pocos años no se podrá leer nada.
- Bueno, el mapa lo hice yo contestó Héctor.
Por allí se dejó caer que de algún modo lo intuyeron, que eso solo podía ser elaborado para alguien que quiera situar el lugar el mapa sin difundirlo realmente a las masas. Es decir, era como el rito de un mudo para un sordo. A ver si me explico, alguien que quiere decir a los que sean capaces de compartir un lugar así que ese lugar fue importante para él, pero tampoco quiere que se enteren los demás,
- ¿Por qué? Es realmente curioso. Y tiene también sus años allí puesto.
Héctor, comenzó su historia advirtiendo que ya lo comentó ayer con su mujer cenando. Mañana me toca hablar de ese cartel, e intuyo que el mejor modo de contarlo va a ser empezando desde el principio. Además esa historia nunca la contó, y me temo que será la última estación. En realidad iba a ser la segunda vez que lo contaba. Kirsty, así se llamaba su esposa, entendía al vida sin preguntas. Si se pedía su opinión la deba desde la libertad que da la falta de prejuicios. Era una excelente conversadora. Más por saber escuchar e interactuar que por llevar ella muchas iniciativas. Acción- reacción. Y la historia estaba fresca, porqué ella se enteró justo la jornada anterior de unos prolegómenos que nuca preguntó. Si sabía que el cartel lo hizo Héctor. Nunca preguntó porque. En realidad le resultaba suficiente valioso el hecho de que tuviera la sensibilidad de haberlo hecho. Como todo en la vida, tendría su razón, pero de algún modo sabía que de eso se enteraría a su debido tiempo. Y ese tiempo ya llegó.
Bien, la historia comenzó en el tiempo donde Héctor pasó de ser un descarado adolescente. Siempre brillante, a veces tanto brillo que dejaba su sentido del ridículo a los pies de los caballos. En un tiempo donde el adolescente se escuda bajo la sombra de la masa, Héctor exponía un singularidad que dependiendo de la persona con quien tratara se entendía como genialidad o locura. Seguramente ambas cosas, le gustaba decir a Kirsty. Pero el loco del Quijote de cervantes, del idiota de Dovstoyevsky. Los locos que hacen avanzar a los que le rodean, que expanden su genialidad como si fuera una epidemia, una pandemia,… seres necesarios que hacen que esto avance.
En aquella etapa, Héctor, sufrió la pérdida de sus padres de apenas 9 meses. Primero su padre, sin demasiados avisos, pagó de golpe los excesos de toda una vida abrazando el hedonismo. Presumía de que una cosa era vivir y otra durar. El vivió mucho, duró menos. Mujeriego hasta la médula, el jovencito deportista pre-excesivo sacó de una aldea de Asturias a la joven heredera, inmediatamente desheredada, de una notable fábrica de mantequillas con difusión internacional.
Locura de amor, veinte años de felicidad y ni uno más. El mujeriego asomó la “patita” y dentro de una casa de dos. Con Héctor y sus hermanos deambulando por la caso como testigos. Cada uno entraba por una puerta y salía por otra. Compartían algunos desayunos a la semana, en los últimos tiempos casi todos, y alguna conversación sobre jardinería, flores, setos, árboles y mini cultivos.
Un jardín asturiano en plena sierra de Madrid. Olores de la aldea, se entiende que los más nobles, para mitigar la historia de un desencuentro que nunca pasó a la página del desamor.
Aquello estaba en el aire, pero el fallecimiento del padre de familia, dejó a las claras esa percepción. EL jardín perdió brillo, y un cáncer con apetito voraz se escondió bajo un pañuelo en la cabeza. Debajo del aquella pañoleta muy comentada por el vecindario el cáncer no paraba de trabajar, mientras el jardín resistía, ella lo hizo también. Un día el jardín se levantó muy triste porque no tenía a quién lo cuidara. La leyenda cuenta que murió de pena.
Héctor dejó a sus hermanos en la casa, y buscó en una escritora chilena el amor que su madre le había dejado como ejemplo de vida. Entendió la entrega hasta tal punto, que le llevó a miles de kilómetros para entregarse a una persona que realmente no conocía. El flechazo inicial, la coyuntura desestructura,… Una mente de niño había decidido hacerse un hombre, y buscarse la vida en tierra extraña.
Pocos meses se fue el amor, quedaba Chile y el niño. Y el hombre digamos que pedía paso. No se sabe, si el niño o el hombre, fue el que decidió embarcar en aquella aventura una cámara fotográfica de alguna calidad. Aquella máquina fue comprada con la intención de saciar una afición fotográfica aún amateur. De alguna manera la vida le puso la oportunidad de rentabilizar esa inversión en la cobertura de los llamados eventos de la BBC. Es decir, bodas, bautizos y comuniones. En concreto dos bodas sirvieron para mancillar ambas eventos. Mal cobrados, pero agradecidos, y seguramente de factura irregular. Grandes fotos, grandes fiascos, pero un punto de vista del evento nada convencional. Grandes ideas, pero con la ausencia de esas fotos que todo el mundo busca en los álbumes nupciales. Las familias, los padrinos, los amigos,… Todas iguales, todos desean castigar al mundo entero con la multidifusión del evento. De algún modo, Héctor debía de expresar su animadversión, no a las bodas, si no a la exposición pública convencional de una celebración. Digamos que el momento fotografías era simplemente uno de ellos.
En cualquier caso, lo poco y mal cobrado de aquellas celebraciones le sirvió para pagar un pasaje a Santiago de Chile, y guardar dinero para la supervivencia de apenas dos o tres meses. Tiempo suficiente para elaborar su mejor reportaje hasta la fecha. La crónica de un error. En tierra extraña su amante chilena fue menos amante. La complicidad desapareció. Las referencias cambiaron, lo que era ya no es, y por lo visto nunca será. Las condiciones influyeron de tal manera, que en apenas unas semanas ambos comprendieron que no entendía porque estaban juntos. Más allá, porqué lo estuvieron. Alucinación, necesidad,…
A pesar de que el flechazo fue intenso la huella no era profunda. La historia según se llegó, se fue. Y al menos el tiempo de convivencia sirvió para contactar con un periódico local que le contrató como fotógrafo.
Unos meses de oficio convencional le sirvieron para mejorar su técnica, aparte de aprovechar la funcionalidad de un artefacto infrautilizado hasta la fecha.
Con un país convulso, una foto con la silueta de un militar con el fondo de un sol poniéndose le sirvió para presentar la imagen a un concurso que convocaba la Fundación de una entidad bancaria española. Segundo premio. Un buen dinero y un galón en su currículo para siempre. El simbolismo de un régimen político que moría quedó para los restos. La foto se le cargó de ese matiz naturalmente que a posteriori, pero como tantas cosas que los autores maquinan, nada que ver con la intención inicial.
Su obsesión por fotografiar las puestas de sol. La oportunidad de poder hacerlo en el país donde realmente el día da la vuelta a la esquina para todo el planeta le llevó a retratarlo por tierra, mar y aire. Una gorra marcial adquirida en un mercadillo de Viña del Mar. Un amigo que accedió a ponérsela. Una idea de enmarcar al moribundo de sol en aquella gorra de plato le dio a la estrella amarilla un color que pasaba del rojo al magenta. Un halo azul y una expresión de esas que venía a subrayar que se acabó lo que se daba.
El reconocimiento disparó su cotización. Un buen dinero para vivir en la zona, pero se sentía más rodeado que acompañado. Los acontecimientos de los últimos meses le habían empujado hacia adelante sin realizarse demasiadas preguntas.
Un rápido repaso de los aconteceres. Una semana en la isla de Pascua. Le rebajó el ímpetu de relacionarse bajo cualquier excusa. Esa ansiedad de rodearse para no sentir la soledad retrocedía. El hombre se abría paso, sin terminar de ajusticiar al niño que siempre le acompaña. Y la necesidad de aturdirse por el entorno para no mirarse para adentro cedió.
Tras varios meses en esa situación, la exposición pública de su premiada fotografía le sirvió como excusa perfecta para regresar a España. Cuando lo decidió tampoco sabía que la decisión era irrevocable y sin retorno.
La llegada a su casa fue una catarsis. Naturalmente no estaban sus padres, ni su espíritu. Sus hermanos estaban viviendo su vida. LA casa abandonada, el jardín descuidado y selvático.
El encuentro dio con los hermanos reunidos en la casa con el proyecto de adecentarla para poder venderla a buen precio. De paso se ahorraban un par de alquileres.
Tras una semana de trabajo intenso el interior de la casa quedó bastante aparente. El trabajo estaba fuera.
Pasó una semana más y ninguno de los tres se terminaba de remangar para adecentar la jauría vegetal. Una mañana aparecieron por casa dos cabritillas en el jardín.
Tras la sorpresa inicial, la intención de uno de los hermanos de Héctor daba una razón de su presencia. En algún bar del lugar, con más copas en el cuerpo de las recomendadas para una manada de borrachos. Alguien le dio la pista. Compra dos cabritas, se comen todo el manto vegetal, y crecen para que en navidad estén a punto. Jardinero y banquete por el mismo precio.
La primera idea no era del todo mala. La segunda se manifestó imposible desde el momento que recibieron nombre. Una se llamaba isla y la otra pascua. Adivinan quién les puso el nombre. El jardín bajo de intensidad a pasos agigantados. Ni cortacésped, ni desbrozadoras, ni tijeras cortadoras, ni sierras eléctricas que bajaran los setos. La naturaleza ejercía la justicia del predador, y las cabritas crecieron alegres y voraces, mientras adecentaban un jardín ayuno de colores pero al menos transitable.
Tras la primera semana, la idea de consumirles para navidad ni se barajaba, el único inconveniente iba a ser deshacerse de ellas cuando se vendiera la casa.
La casa se vendió, las cabritas se regalaron a un pastor de la zona. Verlas saltar por última vez entre ovejas y mastines por el verde prado fue la última visión.
Héctor celebró la venta con un derroche de varios meses donde pasó de abrazar los excesos de todo tipo de sustancias a la condena eterna de las mismas.
El dinero tampoco daba para mucho, y una semana con sus amigos en la playa le llevó al lugar que ustedes conocen. La semana se convirtió en el resto de su vida. No es que no se moviera de allí, pero siempre acababa volviendo a su particular fin del mundo.
La sorpresa de sus amigos fue mayúscula cuando pasada la semana decidió comprase una tienda de campaña y anunció que se quedaba por allí. Su búsqueda del lugar para poder levantarse cada mañana y ver lo que él quería ver, le llevó a la cala donde arrancaba la historia, el nombre se lo puso él. Hizo el cartel que indicaba su situación, y de paso la bautizó. Con el tiempo, y tras el adentramiento en temas de peregrinaciones, fines del mundo, viajes iniciáticos. Decidió pintar el mapa para simbolizar su viaje de niño a hombre. Del nido a la selva. De lo que era y lo que es. Del camino recorrido. El camino de la vida. De la superación de un entorno para invadirlo con su presencia. Y como símbolo de que lo más importante que cada cual debe ser en uno mismo. Y que a lo único que merece la pena consagrase es a lo que uno le apetezca. Con o sin corbata. En la playa o en la montaña. Con agua caliente o con agua salada. En oriente u occidente. Cada cual debe buscar la playa que le apetezca. Algunas admiran las puestas de sol, otras alumbran su salida.
Aunque la exposición de Héctor no se detuvo en los detalles más sensibles. No se paró en sufrimientos “sentimentaloides” de rupturas, de una casa vacía, de nuevo del desencuentro con unos amigos que en apenas un año se dio cuenta que había perdido. No se paró en el proceso mental que un individuo atraviesa para sentirse casi otro. Sin dejar de ser él mismo. Ni la razón emocional del porqué quedarse por allí.
Da igual una lágrima cayó sobre la chancla de los oyentes. No era tristeza. Era emoción. No era muerte. Era vida.
Naturalmente la conversación no daba para más. Las agujas del reloj se habían desbocado, y la despedida fue tan clara como un “hasta mañana”. Quedaban muchas cosas que compartir todavía.
Abandonaron a Héctor, que rápido cogió su coche camino de la estación de ferrocarril. Esa noche se cenó en un chiringuito con olor a fritura de pescado.
Pueden imaginar que la conversación de la cena, de la post-cena, de la pre-cama y de los propios sueños estuvo invadida por aquel relato vital. Sin contar aventuras espaciales, la historia tenía la enjundia de las historias reales. De la propia vida. De la realidad avasallando la ficción. Sin contar ningún porqué, se entendía prácticamente todo. La verdadera supremacía de lo humano en el amplio sentido de la palabra. La capacidad para sentir, para encajar los sinsabores, para reinventarse. Para llamar a esa cosa que algunos llaman iniciativa, y tener la capacidad de ser otro sin dejar de ser el mismo.


La mañana siguiente sirvió para regresar a la cala del Fin del Mundo. Había dos propósitos conocidos. Con total seguridad alguno más oculto, y sin duda alguna que se encontraron por el camino.
De alguna manera había la necesidad de volver a sentir el lugar alejados de la sensación inicial de la sorpresa. En ocasiones cuando uno no sabe lo que se va a encontrar no termina de paladear la verdadera realidad. Se busca en los detalles del lugar la esencia. Esto sólo funciona a veces. Un detalle puede significar todo, o nada. Todo depende de cómo lo enfoque la mente en ese momento. De cómo se encuentra cada cual. Una gaviota graznando puede ser una explosión de la naturaleza o una puta rata con alas.
La esencia era la belleza. Lo recóndito. La sensación de yo y el planeta. La luz del lugar. La dureza del camino. Y la recompensa de su paz.
Un viento inexistente le daba el sonido a unas aguas que golpeaban la piedra dibujada con ternura y firmeza. A veces contundente, a veces acariciaba.
El segundo objetivo conocido era fotografiar el cartel, bueno los carteles, la chumbera, el camino, la imagen cenital, la transversal, el contrapicado, la piedra, la arena, el agua y hasta el humo. El rocío eterno que caía sobre el lugar, los caprichosos dibujos de las algas sobre la arena. El sol y la luna que aquel día no se quería perder el espectáculo y convivió con la luz durante algunas horas.
Nadie lo habló antes. Supuestamente no era un objetivo marcada en ninguna hoja de ruta. Pero la observación del lugar saltó hacia la dimensión de lo obsesivo buscando algún resto más que los anunciado carteles de la presencia de Héctor por allí. Se descartaban pinturas vulgares del aire de Héctor quiera a… O la fecha en la que estuvo allí. De algún modo, sin decirlo, Héctor no debía tener la necesidad de marcar nada en el calendario. El sentía que allí estuvo toda la vida, que sigue estando, y que estará. Como cada uno de nosotros el espíritu deja una estela que construye nuestra trayectoria para los restos. Lo efímero del paso del río, y del agua que baja y ya nunca subirá tiene una segunda lectura. Sin ese paso nada es lo que fue.
Se buscó, y se buscó. Y nada de nada. Nada físico naturalmente. Quizá descubrir la cueva en concreto donde estableció la tienda de campaña. De algún modo se podía imaginar que muy lejos de donde estaba establecida la que ocupaba el fondo de la cala no debería de andar. Mejor allí para ver llegar lo que viniera. Seguramente pegado a la pared de rocas del final. Lo natural sería aprovechar alguna de las pequeñas cavidades que había formado el agua.
La observación cercana de aquella parte de la cala, que fue avistada desde la lejanía en el primer envite propició que los dos habitantes de la cala se acercaran.
Simplemente nos querían comprar el agua o líquido que tuviéramos. Sus existencias estaban llegando a su fin, y querían posponer su acercamiento al pueblo para conseguir víveres. Tenían comida suficiente para pasar el día, pero sin agua…
Naturalmente que la botella de agua mineral prácticamente entera, más un zumo de piña sin abrir se lo ofrecimos como obsequio. Con lo que les quedaba a ellos ya tenían suficiente para pasar el día y desayunar zumito a la mañana siguiente.
Por allí se respiraba libertad. No hacía falta la fiesta impetuosa que vendía el pueblo de al lado para pasar lo días con la expresión que dejaron en el aire. Tenían mar, su equipo de buceo, tenían techo y la vida por delante. Sin grandes fundamentalismos, tampoco dejaron ninguna señal de sentirse invadidos en su pequeño paraíso. Esa sensación de que estaban disfrutando un lugar inédito. Que nadie se había establecido en el lugar. Esa sensación de que nadie pisó por aquí antes se desvanecía ante la existencia del cartel que indicaba su situación.
Antes del cartel, no se sabe, naturalmente. En cualquier caso, aunque fuera de un modo naif, lo que encontramos allí sin ni quiera sospechar que lo estábamos buscando era el espíritu que Héctor dejó en aquel lugar. Buscábamos algo físico, y encontramos algo mejor. Su alma.
Da igual, que uno vaya a bucear, a leer, a meditar, a pintar, a fotografiar, o si me apuran a ponerse un periódico en la nariz para dormirse bajo el abrigo del papel pintado.
Lo importante es la búsqueda satisfecha de sentirse allí, embadurnado de naturaleza. Tu mente y tú. Y hacer lo que hagas bajo la única premisa de que quisiste hacerlo. Y punto.
Aquel día no había ganas del sentido clásica de playa. Era mar, era una visita a la cala como el que visita el museo de ciencias naturales. Rastrear lo físico para darse con la nariz en lo emocional. Mirar el esqueleto de un animal del terciario, sin darnos cuenta que lo que estábamos viendo era como andaba por allí. Digamos que el alma del fósil. La verdadera importancia de lo pétreo es verlo en movimiento.
La prioridad era volver a pasarse esa tarde por el acantilado. Teníamos una cita. Era viernes, y no queríamos dejar pasar la última oportunidad de la semana de conversar de lo que fuera.


El primer invierno fue duro. Todos los inviernos lo son, pero éste lo fue en especial incluso para alguien que llevaba dos años pasando por encima de ese sentimiento tan adolescente que no da otro sentido a tu vida que no sea la pertenencia a un grupo y el grado de popularidad en él.
De pronto la familia se diluye, el amor desaparece, los amigos se fermentan en noches etílicas mayúsculas, y aquí es cuando aparece la famosa frase de Jean Cocteau. "Los espejos, antes de darnos la imagen que reproducen, deberían reflexionar un poco".
Héctor vagó durante meses buscando la cinematográfica compañía que suele aparecer en cualquier largometraje en plazo máximo de media hora. La imaginación maneja los tiempos como quiere y cuando llevas meses viendo a esa figura por bares, playas, acantilados y supermercado, de pronto descubres que lo que tienes al lado es bastante peor que lo que tenías antes cuando buscabas lo que no tenías contigo.
Hippies de cartón piedra con alguna adicción más alta que otra. Náufragos del amor con algún motivo. Solitarios con causa. Alcohólicos lenguaraces con alguna habilidad social, que una cosa no quita la otra. Y todas las mezclas de los cuatro personajes descritos que ustedes imaginen.
Luego llegó el verano, con el estío llegó la marabunta que todavía tiznaba más el horizonte. Aquí llego el momento clave. Héctor se planteó regresar con los suyos. Que tampoco eran de él ni mucho menos, pero la nostalgia se sube encima de la melancolía, o quizá al revés, y aquellos amigos que un día decidió que no lo eran tanto engordaban su tamaño en lo afectivo. Eso, o la playa del fin del mundo. De algún modo se planteó el verano en la playa como un tiempo intermedio de reflexión antes de emprender otro golpe de timón. La fuerza de la naturaleza, seguramente un verano menos caluroso de lo normal, la soledad, el descubrimiento del buceo como ceremonia de meditación. Tan zen. El sonido del silencio. El color toma cuerpo sin la imprescindible luz.
Algún compañero ocasional en la inmersión le despertó el sueño, aún sin cumplir, de vivir la experiencia de Rock Island. Tres semanas buceando en Palaos. Un poco el viaje submarino del Julio Verne del S.XXI. Especies vegetales y animales increíbles. Estructuras coralinas despampanantes. El capricho hecho acantilado. Y unas especies sacados de un comic de esos que narran la vida después del desastre nuclear que ustedes imaginen. Entre lo gigantesco hacia lo laminado. Acuario de colores imposibles. Cuevas esculpidas al aire de personalidad del volcán creador.
La historia que contaba Héctor era la continuación lógica de los interrogantes consecuentes desde el estado donde había quedado la historia. El relato, desde los primeros compases, desprendía ese sentimiento que aromatiza la sensación de que el narrador pertenece al entorno. De toda la vida.
Pero de modo paralelo, Héctor nos estaba contando su llegada al lugar. Cuando alguien llega a un nuevo territorio y supera el deslumbre inicial que ilumina lo que luego será la más pura inmovilidad rutinaria, se enfrenta a esa etapa de adaptación. Inicialmente uno se siente perdido entre las expectativas despertadas por la fase de embobamiento inicial y el día a día. La aventura no se llama. Ella se encarga de venir por sí sola. Y ese primer año seguramente tuvo más sinsabores que realización. Pero el proceso de búsqueda abre y cierra puertas, enreda el destino en un laberinto vital que le lleva al lugar, el momento y el encuentro que ilumina las sombras que primero aparecen, luego crecen, y luego, la feria de septiembre.
Todos necesitamos un motivo, si es bueno mucho mejor. Con el sueño de Rock Island tomando forma como huida hacia adelante de una búsqueda que en realidad necesitaba más a la persona adecuada que el más bello lugar, llegó el acontecimiento que le dio sentido a todo lo vivido en los últimos dos años.
A la inevitable pregunta del cómo conoció a Kirsty. Acudo al clásico aforismo de la persona que sustenta a un personaje debe ser otro. Por narices. Héctor retomó la narración.
La feria de septiembre trajo una docena de artesanos al pueblo. Alguien vendía inciensos, velas artesanales de aromas clásicos, flores de Jericó y afeites de tiempos de los fenicios. Justo enfrente un giro hacia lo gastronómico. Quesos de cabra aromatizados con hierbas y pimentones de diferentes lugares. Al final de la calle alguien pintaba camisetas. Puestos de pulseras, hortalizas ecológicas, artesanía en maderas, pintores africanos, retratistas instantáneos, miel de flores, todo tipo de productos almendrados, vinos. Alguien recoge formas en contra de la dictadura bancaria. Un mimo disfrazado en cobre se mueve cada 20 minutos para despejar dudas si es una estatua del lugar o simplemente un artista. Un cajón donde se van subiendo oradores presuntuosos con diferente suerte. El tema de la narración es bien sencillo. Cuatro minutos para decir lo que a cada uno le hace feliz.
La chica que vendía inciensos, velas de cera naturales y flores de Jericó sube al estrado para llenar un cajón ayuno de argumentos.
Bueno digo vendía porque a pesar de explicar la elaboración de sus productos, la procedencia, el origen, beneficios. De tener lo que apenas era un tenderete improvisado con cierto gusto, aunque una mesa de merendero sea el sustento de todo material. Un mantel bien escogido, una iluminación cuidada, un producto cuidado podría hacer pensar que el decorado estaba inspirado en alguna revista de tendencias puntera.
De alguna manera, se movía y se emocionaba. Explicaba y contaba con pasión, pero no se veía mucho movimiento de caja que se diga. Ese despliegue mercantil venía inspirado por la pura necesidad. O sacaba dinero suficiente para acolchar los gastos del próximo mes o el sueño español le saltaría por los aires. Lo malo no es fracasar en el intento, lo peor es regresar a casa con la cara de haber pifiado el sueño. Los envidiosos no le llamarán, será simplemente la pesadilla de un ignorante.
Con un entorno que vagaba de puesto en puesto con más curiosidad que verdadero interés. La soledad y la desesperación le empujaron a hacer algo que no estaba en ningún guión. Ni aunque hubiera sido en su idioma materno se veía subida en ningún púlpito arrojando argumento alguno.
Con la sonrisa que más tarde descubrí que le acompañaba las horas que tenía el día, agarró el micrófono que daba volumen a sus palabras. Con una dicción cogida con alfileres, con un español cortito de posibilidades, lanzó una de esas fases que barrunté que debían proceder de una traducción directa del inglés que en español se mostraba con el formato de máxima. De esas de aquí suelto eso y ustedes hagan con mis palabras lo que ustedes quieran o puedan.
Sin introducciones de ningún tipo. Sin preámbulo alguno soltó literalmente: “La vida no es hacer lo que uno quiera, es querer lo uno hace”. Después de expresar malamente que esa feria había más personas que quieren lo que hacen que hacen lo que quieren, incitó a la visitante a simplemente pensarlo, y luego valoren si prefieren querer o hacer
Como si lo tuviera pensado desde hacía horas, la provisional oradora bajó su enorme melena rizada hasta el capricho de aquel cajón. Se fue a puesto, abrió una botella de agua que guardaba su corazón helado y se sentó en una silla baja de esparto con cierta estructura.
Creo que algo más quería decir sobre la fe de los que allí exponían un producto condenado por una rentabilidad yerma.
No sé si el motivo era atraer personal hacia su tenderete. Algo más vendió, desde luego. Tampoco demasiado, pero alguna conciencia que otra fue capaz de mover.
Lo que sí consiguió es atender mi atención. Demasiadas ideas en pocas palabras. Un bocado muy apetecible para, por lo menos, probar. Desde luego que estoy hablando de provocar un acercamiento verbal. Lo otro vendría después.
Acercarse a alguien que está detrás de un mostrador para vender lo que sea es realmente sencillo. Basta con interesarse por el producto que fuera, preguntar sobre él. Naturalidad. La conversación luego giraría hacía donde debiera en el caso que el aquello interesara proseguirlo.
Héctor siempre tuvo cierto pudor. De hecho lo mantenía con el paso de los años. El mismo nos contó que no se encontraba cómodo acercándose a alguien si por el ambiente flotaba cualquier atisbo de interés. Fuera de la naturaleza que fuera.
De algún modo, antes de conversar sobre nada en especial pregunto por las velas, con el dinero ya preparado en la mano. No quería parecer un moscón parlanchín que busca una excusa banal para entablar nada. Sin prestar demasiada intención a las variantes se le antojó una de frutas del bosque, que por colorido y una primea impresión de aromas le pareció suficientemente atractiva.
La venta no quedó aquí. La que quiere lo que hace explica cómos, cuándos y porqués. Procesos y terminaciones. Alguna recomendación…
En medio de toda esa diatriba de virtudes y consejos de mantenimiento. Por algún momento parecía cualquier complicado aparato electrónico de cierta complejidad. Parecía mentira que todo aquello comenzara a funcionar con una escueta cerilla. Eso sí que lo dejó claro, nada de encendedores. Y menos electrónicos. Cerillas, y de madera mucho mejor. Decía ella que para la correcta combustión. Esta última palabra en un inglés, ni medianamente españolizado.
- Me ha gustado mucho lo que has dicho encima de ese cajón. Irrumpió Héctor sin dejar más hueco a ceras aromatizadas de ningún tipo.
- Lo necesitaba. Estoy harta de ese aire que tiene mucha gente por aquí. Viene al mercadillo para socializar. Para que se les vea. Nos mira como si fuéramos nosotros también productos.
- No todos
- Sí pero con que una única persona lo haga te hace sentirte extraño. Entiendo que algunos productos no tiene el precio que cosas similares que se pueden comprar en tiendas más convencionales. Eso lo respeto.
- Algunas cosas son notablemente más caras.
- Si no tiene dinero para comprarlo que lo miren, pero no soporto que lo traten igual. No es lo mismo hacer las cosas con cariño, que hacer las cosas.
- Eso es lo que me interesa. Lo que has dicho ahí arriba es lo más bonito que he escuchado en este lugar en el año que llevo por aquí.
En ese momento una brisa eléctrica ensordeció un entorno lleno de colores. Ruido de palabras, colores que andaba por toda la calle. En realidad no había anda ni nadie. Una percepción que algo estaba pasando. Algo desconocido, daba miedo, por desconocido. Por un momento el mundo entero tenía dos habitantes.
El mercadillo acabó. El rédito fue escueto. Los gastos cubiertos y poco más. Las cuentas más optimistas le ponen la mente al artesano en las coordenadas que el producto sobrante ya está realizado, y que será amortizado en próximos eventos. Redondeando el espíritu que podríamos decir.
Héctor le ofreció la posibilidad de venirse con él a la playa del fin del mundo. Y allí empezó todo. Kirsty y Héctor hablaron durante tres noches enteras. Ni se tocaron.
Empezaron filosofando sobre una fotografía que recogieron de la portada de un periódico en la que aparecía un manifestante gritando a los cuatro vientos que a los que le les dejan sin nada ahora quieren todo. Naturalmente que no estaban hablando del ingenioso “pancartista”.
Hablaron y hablaron….. Aquello sólo fue el inicio. Digamos que por arrancar por algún sitio. Cada día se duermen juntos dejando cosas que contarse. Mañana siempre es el mejor día que queda. No hay prisa. Nunca la hubo. La vida no es hacer lo que uno quiere, es querer lo que uno hace.
El idioma facilitaba a Héctor los tiempos de conversación. Siempre le había gustado la conversación pero hasta el punto de encadenar tema tras tema, enlazando, derivándose y de nuevo regresando al tronco del coloquio en cuestión con una naturalidad de las que no se ensaya. Lo contaba como un acontecimiento en sí mismo, pero desde nuestro punto de vista de sujetos pasivo de una historia que sucedió hace un tiempo no nos extrañaba tanto. Está claro que domina el relato. Y por deducción, sabíamos que Kirsty es de esa clase de personas que les gusta que les cuenten.
Se agotaba la tarde, y la hora de partir de Héctor hacia la estación se acercaba. Aquel día el mar estaba especialmente bravo. Hacia buen tiempo, el sol, en todo lo alto, el calor imponente, ya era un calor de esos que no molestan, con el verano avanzado, pero calor al fin y al cabo.
Nos movíamos en ese lapso de tiempo que no quedaba tiempo para reemprender la historia. Naturalmente que apetecía que contara el viaje de esa playa tan conversadora, a los pueblos blancos, a la estabilidad de decidir en compaña buscar algún trabajo que permitiera dar esa tranquilidad que fuera más allá de una economía de subsistencia en una playa, o voceando en ferias de distinto pelo un producto que no pintaba como que dejara unos ingresos que permitiera demasiada alegrías. Vamos que juntando ambos panoramas la cosa no debía dar ni para trazar un plan más allá que flotar como lo hace la boya en el mar. Hundirse no se hunde, pero su destino ni el océano lo sabe.
Héctor no volvería al acantilado hasta el lunes, y las charlas vespertinas eran pura adicción. De hecho, apenas quedaba una semana de vacaciones y francamente cuánto más se sabía de su historia más apetecía saber. Y como en todo proceso de aprendizaje que se digne. Cuanto más sabía uno, más consciente era uno de la ignorancia, y lo que faltaba. Así de pronto me vino a la cabeza ese tipo de personas que por la razón que sea les preguntan sobre su vida, y en un plazo que no llega a los dos minutos concluye con un eso es todo.
Ufff. ¿Problema vital o de comunicación, o es pudor? Seguramente los tres claro. Al final todo lo que pasa para bien o para mal no debería achacarse a una única causa. La verdad debería estar en la miscelánea, un poco por aquí, otro por allá, a veces por arriba, otras veces por abajo,…
De pronto, con las agujas del reloj pidiendo paso. Héctor nos iluminó el fin de semana. Ayer estuve hablando con mi chica de ustedes. Nos gustaría mucho que nos visitaran este domingo.
Ese día suelo levantarme temprano, bajo a la lonja y compro pescado para la parrilla.
El acuerdo llegó de inmediato. El domingo sobre las 12 y media de la mañana acudirían a la dirección que Héctor ya tenía preparada escrita en una tarjeta de visita que por el otro lado anunciaba a un antenista de la zona.
Héctor les encomendó el vino y un capricho.
El vino quedó claro que debía ser blanco. Quizá un barbadillo, pero si encuentran un rioja afrutado tengo el mejor hielo de la zona para enfriarlo.
- ¿Y un capricho?
- Eso es. Dijo Héctor. Con voz afectada, y naturalmente melodramática entonó un “Por sus caprichos los conoceréis”
Vaya, una vieja costumbre que pedían siempre a todas las visitas a aquella casa. Una cosa de Kirsty decía Héctor. Algo que os guste a vosotros, que penséis que nos vaya a apetecer. Si nos sorprende mucho mejor. Héctor se despidió con un “tenéis todo el sábado para pensarlo, allí os esperamos”.
Naturalmente que esa frase salió del espejo de nuestras caras que de algún modo debían reflejar un estado de cavilación ligeramente aturdido.
El fin de semana giró en torno a la cita del domingo. Revisamos en un viejo mapa de carreteras desactualizado la ruta. Ubicamos el pueblo. Héctor ya nos advirtió que la carretera de la sierra no tenía pérdida. Su letra personalísima no dejaba ver la primera parte del nombre del pueblo, la segunda estaba claro, algo de la Bodegas.
Ya nos advirtió que su casa era una cueva. Amplísima, fresquísima, realmente cómoda, y que el lugar de encuentro sería en el bar justo al lado de la única tahona del pueblo en la plaza del ayuntamiento.
Las vacaciones habían girado de rumbo irremediablemente. De un estado en al que los días comenzaban a pesar. De alguna manera la última semana se hacía un poco cuesta arriba. La pareció del hombre del acantilado le había convertido en el protagonista absoluto. Claro que había buenos momentos, noches cinematográficas, lugares paradisiacos, reuniones agradables, un clima más que razonable, incluyendo algún día de lluvia que limpia un poco todo. Lo físico y lo psíquico.
En cualquier caso la aparición de Héctor había traído actividad y pausa. Actividad desde el punto de vista de tener la cabeza ocupada en algo. No hacía falta inventarse ningún día, los acontecimientos se desarrollaban desde el peso de su propio ser. No hacía falta forzar nada. Esa sensación de que uno está descansando y no pasa nada. Ninguna casa se le encima. Como ejemplo ese viernes noche no se planteó salir a ningún sitio. El programa de actividades vislumbraba la compra de dos botellas de vino y el capricho.
El vino estaba claro, las pistas eran redondas. Rioja, afrutado, un par de botellas heladas de Diamante era una apuesta segura. Porque cada uno es como es, y el capítulo de capricho tampoco terminaba de singularizar, una botella de blanco de rueda cubriría el posible desatino.
El primer pensamiento fue buscar algo por el pueblo de origen escocés. Un modo de honrar la invitación de Kirsty. Pero el menú tampoco da para mucho. Haggis era imposible encontrar, entiendo que no del todo oportuno. Nada de whisky naturalmente por obvio. Sí encontramos una botella de IRN BRU, un refresco extraño naranja, acaramelado y muy escocés. Pero demasiado vulgar, además en enfoque debía ser gastronómico.
Este enfoque internacional trasladó la mente a esas coordenadas. Y del mismo modo que se empieza por Escocia, se termina por Grecia. No sin antes divagar por Italia, China, Japón, India, Tailandia, el cono sur americano al completo, pero el enfoque de unos “naan” hindúes abrió el camino del humus, el tzaziki y la taramosalata. Tres delicias helénicas para sumergir el naan caliente y crujiente y llenar de aromas el domingo. Espacio para ajos, cilantros, cúrcumas y cominos. Unas barritas de apio y de zanahoria, bien podría servir como alternativa al pan indio.
No recuerdo mucho más de aquel sábado. Salvo esa sensación de paz, de no estar haciendo mucho, y no sentir necesidad de mucho más. Un paseo por la playa, helado de dos bolas, una verde y otra blanca. Otro de chocolate sin más. Una brisa nocturna que llamaba a los acontecimientos, y que avisaba que el verano pasaba y que pronto habría que partir. Viento, chocolate, playa, tranquilidad, expectativas, endorfinas para todos.
Después de un desayuno con café y tostadas de tomate, no sobraba mucho tiempo para echar un vistazo rápido a un periódico atrasado que vagaba por la casa, y con cierto margen de tiempo se emprendió la marcha. Querían disfrutar el camino. Recrearse en la ruta. Adquirir todo el conocimiento posible para enfocar una jornada con un desconocido relatador. Sin saber nada de él ya conocían tanto que parecía que trataban con una amistad consolidada por lo años. Héctor era maravilloso, pero la persona que vivía con él despertaba como mínimo curiosidad.
Llegaron al pueblo en un trayecto que se hizo algo más largo de lo que realmente fue. Aunque en el ambiente estaba el espíritu de disfrutarlo, en los últimos kilómetros apareció la impaciencia y una puntita de nervios.
Algún comentario cruzado de esos. Dijo a las 12 y media o una y media ¿En la tahona? ¿Qué pone en la tarjeta? Que dijo de unas casas escarbadas en la roca. El pueblo entero era blanco.
Vaya, preguntas retóricas con respuesta implícita en la propia cuestión. El pueblo pareció al fondo de una carretera que se retorcía jugando con el paisaje. Blanco limpísimo, y buena parte de él como empotrado dentro de unos berrocales imponentes. Debajo de la carreteras, más rocas y más casas que algunas se veían, otras se intuían. El buscado desvío para el centro urbano y el ayuntamiento. Aunque llegamos notablemente antes de la hora, ahí estaba Héctor. Nos dijo que acababa de llegar. No lo tenemos nada claro desde luego. Su imagen era como en el acantilado, de algún modo su presencia inundaba el paisaje, la percepción es que pertenecía al lugar donde estaba. Como si fuera de allí de toda la vida.
La presentación como de costumbre algo fría. Una vez metidos en harina el río fluía solo, con riqueza de matices. Pero el fuerte de Héctor no eran los momentos iniciales, ni los finales. Presentándose era solo correcto, escondía cierta timidez inicial detrás de la frialdad. Y sus despedías eran simplemente presurosas. Agotaba la conversación propiamente dicha, hasta que de pronto siempre tenía prisa para despedirse a la carrera. No es que no se despidiera, es que lo hacía sobre la marcha.
Nos preguntó si queríamos tomas un vermut de grifo, que allí lo hacían muy rico o si directamente subíamos a la cueva. Justo cuando estaba comentándonos que Kirsty nos esperaría allí, de pronto Héctor cambia la expresión de su cara para anunciarnos que la persona que cruzaba la, plaza era ella.
Sonriendo, dinámica, un pelo larguísimo, rizado y rubísimo paseaba su aire para acercarse a nosotros y saludarnos con un cariño que francamente nos desbordó. De alguna manera nos quedamos con el sentimiento de no haber estado a la altura de tanta efusividad.
Héctor notó el momento, y ya nos avisó que Kirsty era así. Siempre saludaba de ese modo, que iba por el pueblo dándose abrazos con todo el mundo, y que no era extraño que los más paseadores se llevaran más de un abrazo diario. Cuestión de carácter. El cariño está para usarlo. Si lo guardas se pierde.
El vermut de grupo inicial precedió a un segundo. La conversación inicial se producía bajo las coordenadas de los parajes y lugares del camino, sobre una carretera algo virada pero no excesivamente peligrosa, sobre la capacidad de disfrutar un paseo y sobre un pueblo creado bajo sus rocas, casas incrustadas en la roca, todas blancas y la mayor parte de ellas a medio camino entre la adaptación de los tiempos que corren y alguna ventaja de su ancestral función.
Fresquísimas ante la impiedad de la canícula. Muy espaciosas, patios caseros a modo de miradores naturales. Sentimiento de clan entre los habitantes de cada hilera de viviendas. Y al mismo tiempo absoluto respeto por la intimidad de cada cual. Sin entrar mucho en valoraciones sobre una distribución aún por descubrir, pero posteriormente verificada, digamos que se lo podían permitir.
En medio de toda esta toma de contacto, algunos vecinos interrumpían con cortesía y amabilidad y recriminaban a la singular pareja su poca exposición hacia el pueblo. No obstante detrás de la queja había cariño. Desde luego que reconocimiento y ganas de verlos más por allí.
Héctor ya nos reveló su poca afición a los lugares públicos como centros de relaciones. De algún modo ante aquel panorama ya valoramos que en realidad el hecho de tomarnos un aperitivo tan temprano en comunidad, ciertamente improvisado era un gesto más de una hospitalidad que trataba con derroche.
El segundo vermut lo tomamos de un modo más rápido, y bajo el sol nos encaminamos hacia los aposentos de la singular pareja. La casa estaba en la última almena de rocas del pueblo. La visión de la vivienda fue increíble. Dentro espacio de sobra, un cierto temor hacia un olor de la humedad sobre la posibilidad de una roca que rezume desapareció inmediatamente. Olía a ceras perfumadas, inciensos,… No estuvimos mucho tiempo dentro, pero el suficiente para que durante la semana posterior el penetrante olor apareciera en nuestra ropa, nuestra piel,… incluso después de duchas, lavadoras,…
El patio mirador tenía sombras suficientes para acomodarnos sin problemas. Frutales, parras, un inmenso olmo, seguramente algún ejemplar más, pero aquí si debo reconocer que tenía tantos focos de atención que me manifiesto incapaz de procesar toda la información que estaba recibiendo mi cerebro en aquellos momentos.
Mientras ardían unas maderas de olivo avivadas por hojas de laurel y alguna que otra rama del invasivo romero de la zona nos sentamos bajo los parrales que por allí ejercían de toldo natural del patio de nuestros recientes amigos.
La pregunta que estaba en el aire surgió. Bueno en realidad fueron varias. De la confirmación de que Kirsty era escocesa, saltamos a su familia, ya nos confirmó que de tanto en vez recibía alguna visita, especialmente su hermano, algún amigo de su hermano. Que sus padres nunca tenían dinero para nada, y que insistían en que fuera ella quien regresara a Glasgow. Se conformaban con una frugal vistita que el último año no llegó a la semana completa.
Su hermano, al principio venía con más frecuencia, pero los británicos aman tanto el sol cuando no lo ven, como lo maldicen cuando lo padecen. Ni parras, ni cuevas, ni nada. Demasiado calor para todo decía él.
En algún momento de todo aquel preámbulo, la conversación giró hacia donde se pretendía. Apetecía escuchar la historia de ella. Como llegó a esa zona, quién era ella, porque abandonar su ciudad, sus amigos, su tierra y llegar a Andalucía. Una parte del discurso era previsible, el otro simplemente apetecible.
Comenzando por el filosófico sentir de que el escocés tiene en su carga genética a un emigrante, y tras diversos condicionantes, en resumen la idea partió de la mezcla de un momento vital en el que terminó sus estudios de enfermería en Annniesland, una localidad al norte de Glasgow. Por allí ya rondaba la idea de marcharse de su país y buscar destino en el sur de Europa u oriente medio. Kirsty explicaba el tradicional sentido británico sobre los estudios y la educación. Kirsty nos extendió ese sentimiento que los estudiantes británicos suelen terminar sus estudios, trabajando durante unos meses para conseguir algo de dinero y tomarse un año sabático para viajar, vivir experiencias en lugares lejanos. Un concepto que unía la capacitación académica con la experiencia vital.
Arrastrada por este sentimiento, ella en el último año de sus estudios alrededor de la medicina decidió sacarse el Toefl, que le habilitaba para poder dar clases de inglés en cualquier lugar del mundo.
Luego llegó la lectura de alguna novela, algo de cine, un novio español, y el sur de España y el sueño andaluz apareció como primera opción.
Después de buscarse mes y medio la habichuelas alrededor de Las Alpujarras granadinas pronto se dio cuenta que necesitaba más gente para fortalecer un idioma en estado muy inicial. Además si su idea era dar clases de inglés necesitaba público. Todo eso lo cruzó con la necesidad de mar, playa y sol. Y tras una fiesta de esas de tambores, rastas y cierta ceremonia, una furgoneta salía al día siguiente hacia un pueblo de Cádiz, costero, con cierta población pero muy tranquilo. Los pueblos de la sierra no estaban excesivamente lejanos, y se pueden compatibilizar perfectamente ambos ambientes. Digamos que el comercial y el evasivo.
Esa pincelada anunciaba un aterrizaje en el lugar, que como el anterior, y como el que venga, nada tuvo que ver con la realidad.
Cuando a conversación se hallaba en ese punto, por el ambiente resbaló la pregunta ¿eso es lo que te pasaba cuando te subiste al cajón de aquel mercadillo en el que te conoció Héctor? ¿Estabas decepcionada un poco con todo no?
En realidad dos preguntas simples y transversales escondían otras muchas. Kirsty nos lo puso fácil y arrancó a contar lo que se le preguntaba y lo que no. Posteriormente Héctor nos advirtió que esa locuacidad solo aparecía bajo ciertas condiciones. No era una cuestión idiomática, su castellano era fluido, y además se podría adivinar cierta lectura detrás respaldado un vocabulario con cierta riqueza. Ante la pregunta directa, la respuesta no se hizo esperar.
- Pues sí, la verdad es que estaba abrumada. Un poco harta de ver como el sueño andaluz de los románticos británicos se me desvanecía entre machismo, inactividad, desconfianzas. El esfuerzo estaba siendo mayor que el previsto.
La expresión de su cara era de absoluta tranquilidad. Estaba cómoda llevando el peso de la conversación y ese espíritu era terriblemente contagioso.
- Cuando uno lee sobre un país, una zona, los libros te hablan de un color, de una luz, de hospitalidad, de humanidad, de calidez. En fin adjetivos que concretan poco pero que abren todas las posibilidades.
- Uno lee, la imaginación se dispara, dibuja un paisaje que no existe. La realidad aparece y con ella un machismo soterrado que asustaba. Una desconfianza hacia el extraño. Recuerdo la cara de sorpresa de muchos cuando detrás de mis rastas anudadas por cordones de colores les decía que buscaba trabajo como enfermera o profesora de inglés. Bueno en algunos lugares me miraban de arriba abajo por el simple hecho de que una mujer entrara en un bar sin compañía a tomar un té.
La cuestión sanitaria rápidamente quedó colgada de una Bolsa de trabajo que decían que simplemente era una cuestión de paciencia. Le llamarán señorita, le decían.
Las clases de inglés era una posibilidad que se aventuraba más propicia para mantener el sor paso. Con el Toefl recién sacado tenía la titulación, los conocimientos, las ganas y la necesidad de poder hacerlo. Pero el público brillaba por su ausencia. Alguna clase mal pagada le ayudó a ir sobreviviendo. Por lo menos ganaba tiempo, aunque la irregularidad de los pagos le empujó hacia una inestabilidad emocional acrecentada por esa manía tan personal de no pedir ayuda a nadie.
Estuvo un año en el camping que hay al lado de la estación de ferrocarril que le recoge Héctor cada día. La verdad que uno se acostumbra a vivir en una tienda de campaña, a comer de cualquier manera. Característica intransferible de la animalidad. Uno se adapta a lo que tiene con la fuerza que tiene el presente.
El dueño del camping vendía artesanías de distinto pelo, pero en realidad su especialidad eran las ceras aromáticas naturales. Tenía un taller justo detrás de la caseta que hacía las veces de recepción, y el tiempo le dio la posibilidad de ir aprendiendo la técnica. Al principio lo hacía por puro aburrimiento, se convirtió en una de esas actividades zen. Un momento donde pensaba, conversaba de cosas sencillas que fueron asentando el idioma.
A los meses y viendo las estrecheces económicas en las que andaba prácticamente a diario, él mismo le dio la pista de comercializarlas por la zona. Un día le llevó de tiendas para ayudarle a realizar los contactos que esparció el producto por la zona en lugares de diversa naturaleza. Tiendas más propias asociadas a la decoración, a las antigüedades, incluso el menaje. Realmente la que dio un rendimiento medianamente regular fue la tienda de periódicos que hay en el pueblo de la playa donde venden un poco de todo. Prensa, aceite de oliva, dulces, balones de playa, cubos, palas y colchonetas. Fideos chinos de los instantáneos. Digamos que un ultramarino peculiar, de esos que de algún modo van reduciendo su tamaño a la par que introducen cada vez mayor género, normalmente no muy relacionado. Al menos del modo convencional.
El dinero para ir pagando el camping se lo dio el ultramarino. Además de una adicción a los fideos chinos de cualquier sabor que anduviera por la tienda. Gamba, ternera, pollo…
El resto de comercios le dio apenas alguna venta aislada, pero le propicio el comienzo para tejer su nueva red social. La tienda de muebles y decoración del paseo marítimo tenío hilo directo con el ayuntamiento. Vamos un administrativo de la concejalía de medioambiente, que organizaban mercadillos de artesanía y comercio justo. Desde allí le propiciaron su inclusión en diversos mercadillos de la zona donde redondeaba sus ingresos.
De allí procedía el enlace que le llevó a la feria de septiembre. En realidad tampoco terminaba de sentirse a gusto del todo en ese ambiente.
El público como siempre daba para todo tipo de sensaciones. Curiosos, pesados, charlatanes, invisibles, mayormente con más preguntas que dinero.
De fondo, esa sensación que se percibía de tanto en vez. Mientras alguien preguntaba alguna banalidad sobre alguna vela, algún aroma o lo que sea, había cierto aire de distancia. Con una interrogación que flotaba en el aire, algo así como ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? Con rastas y a lo loco, vaya.
Nada muy concreto, pero molesto.
Cuando en alguna ocasión, en algún intercambio de palabras salía su condición de enfermera que esperaba plaza en el hospital de la capital, y que de lunes a viernes daba clases de inglés, alguno no lo asociaba con las rastas y un gorrito tibetano multicolor que alguien le regaló en una de las fiestas de Las Alpujarras. Ella solía colgar todas esas alusiones sobre la percha de la frase tan española del hábito y el monje. Bien expresada, pero regularmente acondicionada en la frase. Su acento británico compensó su regular contextualización bajo el prisma del sentido del humor.
Su español era realmente bueno, pero acudir a los dichos y refranes propios de una lengua suele funcionar desde lo cómico cuando lo entona un acento extranjero.
Sus compañeros de comercio, pues tres cuartos de lo mismo. Una amalgama de vidas con cierto interés caminando por los senderos del desastre. Unos más y otros menos. Unos hacían lo que querían, otros lo que podían. Supervivencia en estado puro.
En realidad, el momento en el que se encontraba en aquel septiembre era ciertamente límite. Un poco harta de que sus sueños se abrieran paso con una realidad más dura de la esperada. Sin noticias del hospital. El otoño no amanecía con grandes planes alrededor de sus clases de inglés. Una carta de su hermano, un sentimiento de no sé muy bien que hago aquí. Eso, en el fondo era lo importante que ocurría en su vida, un estado que alguna corriente psicológica la define como “All at Sea”. Así lo dejo ella en inglés, asumiendo que íbamos a interpretar el sentimiento del náufrago que mira a los cuatro puntos cardinales y ve agua y más agua. Sin tierra a la vista, ni dirección para buscarla.
Pero como ocurre tantas veces, lo importante te carga de razones. Pero la chispa que te empuja a tomar decisiones. O la gota que colma el vaso cansado del goteo diario de tener que asumir que sus expectativas no terminan de hacerse ese hueco. No sé, alguna victoria parcial, por lo menos ganar alguna batalla, aunque uno sepa que la guerra está perdida.
El sábado anterior a la feria, después de ir a recoger un pedido de cera que se lo proporcionaba un apicultor de un pueblo de la sierra se le hizo un poco tarde. Como de costumbre, ese viaje lo hacía con el dueño del camping que le enseñó la técnica. En realidad el material era para los dos, y por otra parte, la furgoneta de Isaac, así se llamaba él, era fundamental en el traslado.
A mitad de camino decidieron desviarse apenas un par de kilómetros de la ruta habitual, para coronar un pueble almenado con su alcazaba como guinda de un reducto que desde fuera parecía que vivó tiempo más gloriosos al albur de algún Abderramán.
La excusa era un aperitivo cargado de condumio, algo fresquito que llevarse a la garganta y una visita inexcusable al baño del lugar escogido. Calles estrechas de caprichosa distribución. El aparcamiento se complicaba y en uno de los pasos por el único bar de la localidad, Isaac invitó a Kirsty a ir pidiendo por lo menos las bebidas, así podría solucionar una urgencia que pedía paso ante la cercanía de su solución. Suele pasar, a caballo entre la impaciencia y la primera necesidad
Vaya que cuanto más cerca ve uno el final de camino, más impaciente se vuelve uno.
Pues mientras Isaac buscaba un aparcamiento en una cuesta imposible, Kirsty entró en un bar que como primera impresión vivía en la penumbra. Bien por el sol que rabiaba justo más allá de la puerta, el contraste de luz, un olor a algo intermedio entre el aceite de oliva agrio y bodega de antaño. Cuando cruzó la cortina que delimitaba el umbral todas las cabezas giraron examinando, se escuchaba a una mosca que andaba a sus anchas por el lugar. Las conversaciones inexistentes parecían haber cesado a su paso, su frase rompió el hielo: “Dos cañas y donde está el servicio”. La respuesta fue gestual, un alargamiento de cuello que proyectaba la cabeza del hombrecillo que habitaba la barra del lugar indicaba que al fondo de un pasillo que aparecía en la natural prolongación de una respuesta que de momento le faltaba alguna palabra.
Cuando se pierde por el pasillo se escuchan murmullos de fondo, una voz más estridente, muy masculina, lanza un comentario futbolístico de un jugador de un equipo inglés. Uno de esos comentarios tan usuales que reproduce lo que dice un titular de un periódico como si fuera por su propio criterio.
Una simpleza que se apoyaba en un volumen que le pretendía dar cierta ciencia a lo que no es más que leer en alto.
A la vuelta del baño, aún no había regresado Isaac, el silencio se hizo de nuevo en la sala, y el reojo trabajaba hacia la puerta para ver quién era el destinatario de la segunda caña que Kirsty había pedido. Por un momento ante el ambiente tensionado, Kirsty entre enfadada por una situación que no era la primera vez que le ocurría. Una mujer en un bar, y allí todo el mundo como que mostraba un desagrado implícito. Una tensión afectada que escondía un machismo de fondo que debería confirmase ante la presencia de clientes únicamente masculinos. Perdón, en la cocina alguien freía pescado de poco tamaño, y era mujer. Pero vaya, estaba trabajando.
Invadido por una mezcla de mal humor y desafío, Kirsty pensó: Y si me enchufo la segunda caña de un trago, pago, dejo cambio y me voy con un aire así como de motera de algún anuncio de perfumes, que solo para en la ruta para echarse un par de gotas del líquido, en el cuello y lo que podríamos llamar el antepecho.
En medio de esos pensamientos, Isaac aparece por la puerta, saludo, todo el mundo responde, se toma la caña de un trago, pide otras dos y alguna que otra tapa, y por arte de magia se abrió la comunicación.
Bueno, el hombre minúsculo que ponía cañas hablaba supuestamente con nosotros pero no quitaba la vista del Isaac, el entendido futbolístico cruzaba comentarios, porque lo que ese tipo hacía no era hablar.
Sin querer causar ningún colapso extraño, Kirsty se apresuró a consumir lo que por aquella mesa había de beber y comer, y de algún modo aceleraba la huida del lugar. Isaac quería regresar al camping pronto también, además algo le decía que mejor rapidito, que aquello podía explotar, y no se quería ver metido en una historia que tampoco iba a ningún lado. Ella lanzaría las verdades de barquero, pero vamos que poco más que predicar el desierto.
El camino de vuelta que restaba Isaac tuvo que ejercer de improvisado saco de boxeo. Lo que tiene la confianza. Harta de un lugar que vendía hospitalidad, alegría, cruce de caminos, donde nadie se siente extranjero,… Todo esto se suponía que pasaba si no eras mujer. Después de la explosión, Kirsty pasó a la fase de disculpas y justificaciones. Que si ese país también albergaba gente como él, que él si justificaba el mito, que si estaba harta no sólo por lo del bar que en realidad es una bobada, que si cuando caminaba sola por la calle, que si para tomarse una cerveza, que si todo el mundo mira, que se callan, que …
Seguramente, a lo largo de los meses pasados Kirsty había sufrido desaires mayores, pero todo aquello que rezumaba comportamientos de otro siglo andaba siempre de fondo. Y aunque lo había observado y no le gustaba, aquel día fue el hizo desencadenar un proceso mental que todo empezaba a perder sentido. ¿Qué hacía ella allí? Tierra de quijotes, se interrogaba a sí misma con cierta mala baba de fondo.
En medio de todo aquello, con el aplazamiento de un decisión que aquel día podía parecer inminente decidió cumplir el compromiso de ir ese domingo a montar su tenderete de velas, inciensos,…
Una mañana de pocas ventas, una cabeza que no paraba, un cajón para decir en alto lo que de fondo había por su cabeza, y de pronto cuando todo estaba perdido por allí apareció Héctor.
Torpe de movimientos. Esto lo puede valorar desde la perspectiva de conocer que habitualmente él no lo es. Con el dinero en la mano, comprando unas velas perfumadas de frutas del bosque, como el que recoge dos lechugas romanas. Así por la pinta. Hasta hizo un gesto con el brazo para valorar su peso, ¿una vela? Y comenzó a reírse con cierto escándalo.
- Después llegó el momento tartamudeo. Me pregunta que si las hacía yo, y qué cómo. Yo me quedé con la expresión esa de si le contaba la historia de la cera desde antes de las abejas. Pero bueno de algún modo, me entretuve en contarle el proceso de manera sintética, y de paso le di un folleto que todavía me quedan algunos por ahí que daba algún consejo de cómo utilizarlas. Mientras le hablaba del uso de cerillas de madera, él de modo instintivo, prácticamente estaba haciendo una bola con el folleto que le acaba de dar.
En el momento que recordaba todo esto la expresión era indudablemente divertida. Casi cómica.
Me di cuenta que estaba como un flan, y que buscaba algo más que información sobre una vela. Confirmado, en el momento cuando andaba contando alguna obviedad sobre el uso de esas velas, es cuando me interrumpió interrogándome sobre el contenido de lo que dije encima de ese cajón.
Creo que todo el mundo se dio cuenta que sólo dije una parte de lo que quise decir, porque me bajé de aquel improvisado estado porque las lágrimas y la congoja no me dejaron proseguir.
Naturalmente Héctor no se percibió de todo esto. Como habitante de su propio mundo, no tardó en decir la frase mágica: “que bonito lo que había dicho”.
Entonces cayó una lágrima sobre mi mejilla, ésta si la vio. Y entonces comenzaron los fuegos artificiales. Ya no sé qué más pasó. Una luz cegó nuestra existencia, y el mercadillo se convirtió en un fondo de energías y colores que nos llevó a la playa, y varios días donde no pararon de hablar.
- Pero no me preguntes de qué hablamos porque esa misma pregunta me la he hecho yo varias veces, y salvo alguna estupidez sin importancia no recuerdo nada. Ahí le tienes, quemando hojas de laurel y romero, porque dice que así el pescado sale naturalmente perfumado y que la condimentación empieza desde el propio combustible que la cocina.
Después de mirarle con los ojos que se ponen cuando alguien admira lo que tiene delante.
- Genio y figura, como dicen ustedes. Yo creo que lo que perfuma es el ambiente, que el pescado no toma nada de esas hierbas, pero bueno como huele bien… Que más da para que se hacen las cosas, si están bien hechas.
Héctor se giró a la izquierda, y sin estar escuchando nada por el ruido sordo del quemar de la leña, y especialmente por burbujeo de las hojas de laurel y el romero, que explosionaba como antecedente a un humo blanco.
Esa mirada, esa sonrisa, puede que la propia gestualidad de Kirsty, intuyera que ya estaba otra vez pontificando sobre las teorías de leña perfumada por especias y aromáticas, en general.
- Que sí, que mejor quemar así.
Miraba con cierto aire, de a mí que me vas a contar. Solía emplear una frase que venía a decir algo como, y tú que sabrás si la leña de tu país está siempre mojada.
- A ver quién hace un fuego por allí desde William Wallace.
- ¿Y cómo llegasteis hasta aquí? Porque este pueblo…
La pregunta habría un nuevo tema. Teníamos su trayectoria, y el momento del flechazo con Héctor. Curiosamente, desde otro punto de vista. Coincidían en que fuegos artificiales hubo. Pero en silencio se disfrutaba esa sensación de que lo que para uno fue un sutil acercamiento al aire del cortejo elegante de un despistado. Kirsty recuerda la torpeza del mismo. La verdad imagino que se halla en alguno de los puntos intermedios. Bueno, la única verdad serían los fuegos artificiales y la fuerza del amor abriéndose paso a dentelladas.
Kirsty, de modo prácticamente inmediato, como si la continuación del relato fuera natural atendió el nuevo interrogante planteado con una naturalidad nada impostada.
- Bueno en realidad todo fue un proceso realmente rápido. Cuando uno anda perdido, y se cansa porque no pasa nada nuevo. De pronto aparece la vida, coloca la primera pieza en su sitio y comienza la cadena de acontecimientos a precipitarse.
Un poco aquello de los ciclos positivos. Algo sale bien, y parece que los astros colocan los devenires encadenados.
Por partes, entre la playa y el camping anduvieron algunos meses. Queriéndose a todas horas. En realidad, en aquel momento poco importaba asegurarse económicamente nada. Había dinero suficiente, por supuesto nada de sobra para quererse y ocupar un día que le faltaban horas.
- Una tarde Isaac bajó hasta la playa. Nosotros estábamos en el agua, y le vimos bajar la cuesta pedregosa que conducía hacía la única salida de esa calita como poseído. Parecía un buscador de oro de la California del S.XIX que había encontrado su filón.
Realmente era una carta de la Consejería de Salud. Parece ser que tenían una plaza. En realidad una suplencia de 4 meses, pero como decía Isaac.
- Ya te has subido al circo, no te bajes de él.
Utilizaba mucho esta frase, y desde que la primera vez Kirsty le expresaba que no entendía muy bien cómo se sube uno a un circo, y por extensión como se bajas. Disfrutaba poniéndole en el aprieto de tener que justificarla de tanto en vez.
El solía dar alguna explicación peregrina sobre una frase hecha del castellano. Luego Héctor le dijo que mezclaba dos refranes, o dos dichos, y que eso era tan deliciosamente español como el propio refrán en cuestión.
Bueno primero vino el hospital. Desde su situación en el camping estuvieron valorando durante dos o tres días irse a vivir cerca de la capital. El hospital provincial estaba justo a la entrada, a algo más de medio hora en tren desde el pueblo. Parecía lo más cómodo, pero la distancia tampoco era significativa. La presumible llegada del dinero nos permitiría buscar una casa de alquiler.
- En medio de todo aquello, el repartidor de pan llegó, nos escuchó y nos dijo que había quedado una cueva vacía en este pueblo. Nos dijo que estaba a 20 minutos del camping. Bueno eso 20 minutos luego se convirtieron en media hora larga, pero esa misma tarde fuimos a visitarla, y sin demasiada reflexión decidimos probar suerte.
Esa mañana tenían prácticamente decidido irse a la ciudad, y terminaron el día media hora más lejos. La distancia y el tiempo cedieron ante lo genuino del lugar, y ante un panorama más acorde a la frase que Héctor solía repetir por aquel tiempo cíclicamente. Yo creo que de algún modo quería justificar una decisión que no terminaba de asumir si era la correcta o no. Héctor decía que había que escoger con cuidado el lugar para vivir, que podía ser para toda la vida. Curioso para un nómada vocacional.
- Luego Héctor, recibió el dinero de la venta de la casa de sus padres. Ese dinero trajo la furgoneta que solucionó el traslado a la estación de tren. Durante dos meses estuve bajando en el autobús de línea.
Como si una cosa tuviera que ver con la otra Kirsty seguía contando con pasión.
- Después Héctor comenzó a hacerse su biblioteca y a devorar libros de historia y ciencia ficción, hubo un tiempo que me metía bastante con él por estas aficiones, y él entre alguna sonrisa me echaba la culpa a mí.
El solía ruborizarla, de hecho lo sigue haciendo relacionando una cosa con la otra. Le decía que ella era su historia ficción y que necesitaba empaparse de estos temas por separado para entenderla mejor. Que estaba empeñado en hacerle muy feliz.
Mientras relataba ese fragmento, por aquí apareció la coquetería vanidosa que todo el mundo guarda en algún lugar de su ser. Tan necesaria para el autoestima.
De fondo, se escuchaba a Héctor, recordándole lo guapa que se ponía cuando se le subía el ego. Kirsty se dio cuenta de su pequeño exceso, y apareció algún color en su cara que anunciaba una timidez no conocida hasta ese momento.
Ante momentos de embarazo, el socorrido cambio de tema.
- A ver, ¿El capricho? ¿Qué habéis traído? Héctor me dijo que teníais pinta de poder sorprendernos.
- Bueno disculparme, me temo que me estoy subiendo demasiado, apenas os conozco y os hablo como si os conociera de toda la vida. La última semana, Héctor no para de hablar de vosotros, y de algún modo me ha acercado tanto a vosotros que…
Por el ambiente se dejó alguna frase que ellos sentían lo mismo. Y que mucho mejor quitarse las caretas, mostrarse de una vez tal y como son unos, y que si la cosa no fluía, la sobremesa sería un buen momento para atajar con una visita inesperada a no sé quién, algo inexcusable…
La expresión de Kirsty al ver “los caprichos” manejó la situación desde la sorpresa al agradecimiento. Los vinos un acierto, y los aperitivos griegos con el pan de “naan” supuso todo un acontecimiento en sí mismo. Retomar unos sabores que hacía años que no testaba. Y especiar una comida, que siempre es muy importante. Con algo más que la dichosa leña perfumada de Héctor.
La comida discurrió entre pescados y especias griegas. La conversación bajó de intensidad porque Héctor se manifestó su natural obsesión a consumir las cosas cuando se deben. Y algo que ha sido cuidadosamente cocinado bajo los aromas y el calor de una madera reservada para la ocasión debía ser engullido de inmediato.
El vino helado, el pan de “naan” fue calentado para ver como resbalaba la salsa de yogur con ajo, cebolla, eneldo y limón. El garbanzo cremoso con fondo cítrico, comino y tropezones de piñón y anacardo. Y la “taramosalata” con su inmenso sabor a mar.
La sobremesa abrió de nuevo la conversación, pero en esta ocasión la apertura de funciones, dejó a los dos anfitriones separados durante media hora larga, y así se manejaron dos conversaciones en paralelo.
Héctor, mientras se ocupaba de la limpieza de la barbacoa, restos de comidas, y todo lo relacionado con el banquete que acabada de ocurrir, conversaba con ella.
Es decir, conversaciones paralelas, pero afortunadamente con el gusto de no separarlas del modo acostumbrado. Hombres y mujeres, como dos islas separadas cada uno a sus cosas.
Sin premeditación, porque quizá en otra ocasión se dé así, pero desde un principio Héctor había sintonizado mejor con la conversación femenina de su nueva pareja de amigos. No es que es se decantara con algún fundamentalismo. Es que la vida, a veces, es así. Algunos lo llaman química. A veces, también es física.
Bien, después de un par de minutos repartiéndose flores mutuas sobre el menú, los vinos, la calidad del pescado y el toque griego. Por allí cayó un comentario sobre los ciclos positivos. Se admitía que sin ningún tipo de brujerías, no se sabe muy bien porqué, uno se tira años buscando el camino sin encontrarlo, de pronto se localiza y todo comienza a ponerse en su sitio. Física cuántica, lo bueno llama a lo bueno. La sucesión de cosas positivas, solo puede traer más cosas positivas.
Héctor reconociendo el ciclo dibujado, puntualizó. Advertía que muchas de estas impresiones te las da la perspectiva. Cuando se cuentan hechos pasados, y el narrador es alguien como Kirsty. Es decir, ella es vitalmente optimista. No es que esté contenta con la botella medio vacía. Es que le saca ventajas a no tener botella, por ejemplo.
-¿A qué te refieres? Cayó la interrogación obligada.
- Mira, Kirsty no recuerda lo problemas iníciales con Isaac. Ahora mismo seguimos siendo amigos de él, pero, en un principio, le costó una barbaridad admitir el cambio de suerte de ella. Si es cierto que se alegró mucho cuando llegó la carta donde le daban la plaza en el Hospital, pero en aquel momento no valoraba ni de lejos los cambios que iban a suponer.
-
Héctor dejaba claro que en realidad, él estaba enamorado de Kirsty. La diferencia de edad complicaba algunas cosas, pero también sabía que dependiendo con qué mujer eso puede ser un problema o no. En este caso, no debería serlo.
Isaac, manejó la posibilidad de construir unos bungalows en el camping. Que era un proyecto pendiente y que estaba dispuesto a acelerar todo por darle un cobijo que le permitiera un techo real, de cara a trabajar en un hospital. Vamos que albergaba la ilusión de tenerla cerca, y que el tiempo les juntaría porque así debía él entender el orden natural de las cosas.
- Vamos, que no apostaba mucho por vuestra relación.
- Algo así.
Los dos primeros meses en esta casa no fueron fáciles. Lo que ves a tu alrededor no tenía nada que ver con lo que ves ahora. Esto era una cueva que estaba destinada a ser una bodega. Vagamente acondicionada para una vida convencional. El proyecto final era ilusionante, pero había que ir cubriendo etapas. Y francamente, en un primer momento uno duda si emplear ciertos recursos en lavarle la cara a un lugar que por aquel entonces tampoco tenía el sello de durabilidad que tiene ahora. No sabíamos si era una coyuntura.
Y más cuando yo estaba esperando un dinero desesperadamente desde hacía meses. El chalet de mis padres siempre estaba a punto de venderse, pero finalmente, o se caía un comprador, o cuando estaba todo aparentemente cerrado aparecía el ansia negociador de alguien para bajar el precio de lo inicialmente acordado.
Los dos meses, sin coche, dieron como resultado que Ella estaba casi 8 horas trabajando, y cuatro de viajes. Le sumas otras 8 para dormir, y nuestro contacto eran de apenas 4 horas.
Por otro lado, el recibimiento de sus nuevos compañeros de trabajo no fue el que marcan las guías de viajes alrededor de la hospitalidad de los españoles. En realidad, era alguien de fuera, sin mucha experiencia profesional, y de fondo se destilaba ese sentimiento tan español, que no reconoce los méritos de alguien, si no que se supone que ha adquirido ese merecimiento desde el manejo de algún arte que se realiza muy cerquita de alguna cama de algún poderoso. Es decir, todos tenían por allí un familiar que no consiguió esa plaza, y los que medran piensan que todos se comportan como ellos.
Posteriormente cuando llegó mi dinero, le costó una barbaridad asumir que el coche que compramos era de los dos. Insistía en que se negaba a utilizarlo, que ese coche era mío, que no tenía por qué salir del pueblo para dejarla en la estación. Que ni de broma estaba obligado a ir a recogerla.
Aquí la entiendo una barbaridad, cuando uno se acostumbra a estar sólo, y tener que trabajarse todas y cada una de las cosas que haga, da como resultado dos cuestiones que toca adaptarlas. Por un lado, esa individualidad se manifiesta sintiendo cierto incomodo ante ciertas actuaciones colectivas. Las coordenadas son algo así como: Estamos juntos, pero cada uno tiene que hacer su vida, y no debe condicionar a la otra persona.
Supuestamente hay que proteger esa libertad. Cuando la verdadera libertad está en que cada cual emplee su tiempo como le apetezca, y si quiere regalarle a su nuevo compañero la libertad toca otros campos como la generosidad, la condición de ofrecimiento que alimenta el amor hacia otras personas, y seguramente que alguna otra cosa que ahora mismo no se muestra.
Por otro lado, y eso es bueno, la aparición de la palabra “gracias” por todas la conversaciones. Si se piensa porque se agradece. Porque el que recibe algo sabe lo que cuesta hacerlo. Si siempre recibes, y no recuerdas ni como se hace, lo asumes como normal, y la situación gira hacia el reproche cuando uno echa en falta eso.
Bien como queja aislada, o peor, uno tiene que hacer esa cuestión que le estaba saliendo, digamos que gratis, y la muestra como extraordinaria, a la personado que de modo ordinario lo hace todos los días del año, excepto ese.
Bueno, egoísmos de nuestro tiempo. La moraleja está clara, en caso de duda, agradece, porque tenemos tantos motivos.
- La pregunta estaba al caer, se fraguaba, ¿y tú en qué trabajas? Porque el dinero de la herencia está muy bien, incluso aquí se puede estirar una barbaridad, pero eso se acaba.
Bueno en realidad, a veces trabajo, y en otras digamos que ocupo las mañanas. Digamos que la mejor inversión de mi vida fue esa cámara de fotos.
Por un lado, aproveché la llegada de Kirsty a aquel hospital, para derramar el ofrecimiento de mis servicios para todo tipo de actos que merecieran ser retratados. Aparte de las bodas, bautizos y comuniones, actos familiares, orlas universitarias, despedidas de solteros, fotos de carnet. Además, también hago álbumes artísticos que agrupen esos acontecimientos.
Por otro, sigo enviando fotografías que voy haciendo aquí y allá como “freelance”. Especialmente a periódicos dominicales de provincias, que siempre andan ayunos de material gráfico original, y no les salgo muy caro que digamos.
En el interior de la cueva se conversaba sobre una vida feliz. Un ambiente en el hospital genial. Que además el hospital se había convertido en el pilar fundamental del negocio de Héctor, de su adaptación a un país sin los tópicos recogidos en cualquier página de una guía de viajes.
- España es diferente, pero no indiferente.
Solía decir, y no perdió la ocasión para volver a emplear su hallazgo lingüístico.
- Básicamente te sientes como en Glasgow, pero con sol. Aunque, luego está lleno de matices, que al principio se hacen incompresibles, y que poco a poco pasa a un estado de tolerancia con entendimientos a medias vaya.
Mientras caminaba a las mesas donde comieron anteriormente, y observando como la otra pareja conversadora se dirigía a su encuentro concluyó con una acelerada máxima.
- Lo que está claro es que sí entiendes que hay otro modo de mirar la vida. Tan bueno, al menos, como el tuyo.
De nuevo se juntaron los cuatro comensales, y la conversación retrocedió hacia el origen de España como destino.
En realidad, explicaba que la chispa se encendió por el lado británico. Si hubiera venido por el lado francófono por ejemplo vendría al aire del algún pintor, el más socorrido Picasso, el colorido, el sur de Europa, el flamenco como expresión de todo aquello. El punto en común con el norte de África.
Kirsty vino por el otro lado, por Hemingway, por los escritores que vinieron hacia la sierra de Granada, los Bowles, Washington Irving, si me apuras Rilke, multitud de libros de viajes. Voy más allá, los ingleses que ayudaron a los españoles a derrotar a Napoleón y trajeron la libertad, el brandy, los caballos de gran alzada, el whisky escocés, y alguna que otra aportación.
- ¿Picasso? Pues naturalmente que también, pero en Escocia conocemos más a Dalí, y Gaudí.
- ¿Y eso?
- Bueno, el cristo de Dalí está en el Museo de Arte Religioso de Glasgow. En realidad hubiera pasada desapercibido si no fuera porque la noticia saltó a los periódicos cuando estando en el Art Gallery, un loco protestante le hizo un siete con una cuchilla, entonces se cambió de emplazamiento después de restaurarlo. Por lo menos sirvió para admirar el cristo mejor pintado de la historia. Tan real, tan humado, tan Dios.
- ¿Y Gaudí?
Muy fácil, Glasgow está moldeado por un modernista desconocido en España, Mackintosh. Buscando contemporáneos que jugaran a lo mismo nos sale Gaudí.
- Y Picasso, nada de nada
- Por allí son famosas las biografías de ex amantes, ex esposas, hablan del genio egoísta. Del obseso sexual, que pasaba bajo el prisma dela arte el estropicio mayor de lo afectivo. Nunca estuvo enamorado de algo que no fueran sus pinceles, sus colores. El resto eran juguetes que le servían para la creación. El espectador lo disfruta, el juguete acaba roto.
Con cierta gracia, y otro poco de modestia. Dejó claro que no la gustaría que le vieran como una especialista en arte, ni mucho menos. Las cuatro cosas que pudiera parecer que decía con cierto criterio, venían del cine, la prensa, alguna conversación, la vivencia propia de nacer en la ciudad que nací, pero poco más.
Naturalmente que sabía mucho más de lo que encerraba toda esa apostilla, pero cuando uno es modesto y elegante lo es. En muchas ocasiones se puede observar a la modestia como la más elevada de las vanidades. Cerró ese tema con una sonrisa enorme y en su línea de modestia. De algún modo también cedía la palabra,
- Ahora dime que te diga un impresionista español, o algo del Cuatrocento, o de escultura barroca, y nos echamos unas risas de desconocimiento.
Con la palabra cedida, recogimos un guante que no sabíamos muy bien como devolver. Y por allí sonó un comentario medio inteligente, no muy original, pero suficiente para cambiar la bola de campo.
- Tampoco creo que haga falta saber mucho de historia del arte para disfrutar una pintura, o un edificio. No hace falta ser madre para saber si un niño está mal o bien educado.
Por ahí salió Héctor, muy pendiente de desenlazar uno de esos nudos que ahogan tantas conversaciones, hablando sobre el sentido empírico que algunos le dan a su vida.
- Parece ser que sólo puedes hablar de algo si lo has experimentado.
En realidad, Héctor presumía de odiar muy pocas cosas, pero una de ellas era los argumentos que se cerraban bajo el prisma de “lo sé por experiencia”. Al principio solía callar. Últimamente no se reprimía con un “será por la tuya”.
O como nos apostillaba a nosotros. Será por lo que el entendió que fue la suya. Que lo mismo ni parecido. La opinión pertenece a todos. Esto es como si no pudiéramos hablar de clima tropical por ejemplo, porque nunca vivimos en esa zona, o no podemos decir que no nos gustan las guerras porque nunca participamos en ninguna. Si aplicamos este criterio para todo al final nuestras conversaciones serían parte de actividades, con muy poco recorrido para que aprendamos unos de otros.
- Otra cosa son los bocazas. Aquellos atrevidos ignorantes que opinan de lo que no saben, eso es otra historia. Por ejemplo el otro día buscaba una luz del sol poniéndose sobre el faro de camino a la capital. Por allí se acercó alguien, un señor del lugar opinando sobre enfoques y momentos. Con todo el respeto, le dije que sí a casi todo, hasta que íntimamente entendió que todo lo que me fuera diciendo era la música de fondo a los enfoques y voluntades que me fuera dando la real gana.
Es decir, el proceso de la conversación debería haber comenzado por entender lo que se andaba buscando. Es decir, el entendía que se entendía que estaba buscando lo que le cabía a él en su cabeza. Se le olvida que cada cabeza es única. Que seguramente ninguna es mejor que la suya, pero que puede que cualquier aficionado a fotógrafo puede que quiera otra cosa. Bueno error venial, de alguien que quiere compartir y se salta alguna parte del proceso.
Peor son aquellos, que pontifican desde su atalaya. Aplican un punto de vista que normalmente esta socialmente reconocido para resaltar lo claro que tiene todo. Por ejemplo, esos que dicen que son muy sinceros para todo. Primero, que si lo dicen tantas veces será porque necesitan reafirmar lo que no ven tan claro. Y segundo, quién les ha dicho que ser sincero es ser sangriento. Alguien les ha hablado del momento oportuno, o del silencio, o del respeto a dejar que cada cual piense lo que quiera. En realidad la riqueza puede que esté en los diferentes puntos de vista sobre algo.
- Por ejemplo, dijo Héctor, a mí me encanta el sol poniéndose, pero entiendo perfectamente a los que le disfruten como nace al amanecer. De hecho lo uno sin lo otro no tenía sentido. No se sabría lo que es la soledad si no se hubiera saboreado la compañía. Y viceversa.
La tarde pasaba, la hora de regreso se acercaba. El reloj, de nuevo, había mostrado su lado más cruel al precipitar las agujas hacia adelante.
Era hora de partir. Héctor se despidió a su manera, que dificultad para poner el punto y final. Kirsty lo acompasaba mejor con abrazos expresivos, realmente cálidos.
Al día siguiente era lunes, y no hacía falta quedar en nada porque todo el mundo sabía dónde estaría. Kirsty trabajando en el hospital, Héctor pasaría la tarde en el acantilado leyendo lo que fuera, y nosotros pasaríamos la mañana en alguna playa, y buscaríamos cualquier excusa para pasarnos por el acantilado.
El regreso fue silencioso. De fondo algo de nostalgia sin motivo. Es decir, esa sensación tan personal de que abandonas un lugar que apenas conoces, que te hubiera gustado conocer algo más, que sabes que a lo mejor no vuelves nunca.
Pero, ¿se puede sentir nostalgia de una ilusión? Es decir, como se puede echar de menos lo que ni siquiera has vivido. Pues nostalgia, y si me apuran algo similar a la congoja. Mañana será otro día pero un día irrepetible tendrá que acomodarse bajo la sombre de la nostalgia.
Quedaba una semana para que las vacaciones concluyeran, pero con siete días por delante era la primera sensación de que aquello se acababa. Hasta entonces, el tiempo no tenía excesivo valor, horas, días y horas pasaban según su ciclo natural. Pero aquella noche comenzó la cuenta atrás. Llegaba ese irremediable momento de organizar día a día lo que quedaba por hacer, lo que quedaba pendiente.
En realidad cuestiones que tampoco se iba a caer ningún muro si se olvidaban, pero que de algún modo justificaba en lo accesorio la visita a un lugar.
No era el caso, pero hay quien viaja para comprar un recuerdo en algún lugar, si no te traes un adorno, un vino o algo comestible propio del lugar parecería que no has estado. Hoy en día, la manía de fotografiar todo, no por el hecho en sí de almacenar en el formato que ustedes quieran la magia, la belleza, el momento. Sino por exponerlo en la red social que toque, para decirle a los demás que allí estuviste.
Volvemos a negar el principio básico del para qué se inventaron las cosas. Estamos que la fotografía vino a retratar el momento de cada cual. Estamos de acuerdo que cada uno le puede dar el uso que quiera, pero cuando aparece la vanidad, pues manifiesta que uno se fotografía no para recordarlo, sino para que lo hagan los demás. De todos modos así se recuerda menos, porque si juegas de esa manera cada foto mata a la anterior y el recuerdo tiene fecha de caducidad.
Esa noche además de diseñar el resto de la semana se abrió la posibilidad de no dar el punto y final a la pareja de Héctor y Kirsty. Bueno, Héctor estaba ahí toda la semana, pero su marcha estaba programada para el domingo, con ciertos apuros no se les ocurría un modo mejor de dar por finalizada las vacaciones que devolviendo la invitación de ese mismo día para el próximo sábado.
Buen mirado, las compras que les quedaban por hacer podían distribuirlas sin demasiado agobios a lo largo de la semana, había tiempo de playa, el jueves tenían una barbacoa, y en realidad tampoco demasiado más. Tenían en su hoja de ruta alguna visita por poblaciones de los alrededores, pero nada muy obligado la verdad.
Esa noche echaban en televisión una película que de algún modo venía al caso con alguna de las conversaciones que se habían desarrollado a lo largo de la visita del sábado.
Es lo que tiene la mente, que se hablan de tres o cuatro mil cosas interesantes, y de pronto uno se queda colgado de un detalle, de una frase colateral, de una referencia que en realidad se ideó para explicar algo, y que son que apenas cumplió el cometido original para el que fue concebido, pero por lo que sea alcanza el grado de permanencia.
De algún modo salió Picasso, y su genio, bien aplicado para la pintura, y mal aplicado para tratar a su entorno como si fuera simplemente el decorado del artista.
La película que echaban era Henry y June. En este película recogía las vivencias que escribió Anais Nin, en el París de los 30, llenos de artistas. En su búsqueda por lo vital, por lo artístico, desafía los límites de la moral, hasta dejar al borde del abismo la suya propia.
De algún modo, y después de un despliegue sexual a lo largo de un metraje algo mayor de dos horas, el paralelismo estaba servido.
Hasta donde es capaz de llegar alguien por ejercer su libertad personal. Hasta qué punto irrumpe en la de los demás. Se lo puede permitir porque se lo puede subvencionar.
Cuando te metes en esa dinámica, quién puede reprochar algo. Todos lo que están, permanecen porque ellos mismos arrojaron su corazón partido en algún momento.
Pasando a Picasso, que coleccionaba amantes errabundas. Y de ello presumían cuando se liaron con el pintor. Quizá lo conocieron en alguna orgía mastodóntica, y luego precisamente le recriminaban esa vida excesos. Te quiero como eres, pero no te pases tanto como cuando te conocí. Entonces, quizá no seas como eres.
Bueno, las cosas del querer siempre tienden a llevar los caminos por donde el corazón le gusta colocarlos. De pronto, el que busca el límite de lo vital, se queja porque se ha caído. Y al final, el artista gana, porque ese siempre sigue enamorado. De lo que crea, que para muchos es su único amor.
De pronto aparece la figura de Dalí, como el anti-Picasso. Pues sí, el exceso le llevó a la ninfomanía de Gala. En un principio le permitió ciertas licencias, pero al final el viento de la Tramontana les puso a los dos en la misma onda, excediéndose mutuamente hasta su final, o quizá nunca acabaron.
El día había sido completo, y en algún momento indeterminado con la televisión de fondo la conversación cesa y ambos cuerpos se sumergen en el sueño y en el descanso.

Al día siguiente, después de darse una vuelta por la lonja para hacerse con unas sardinas, digamos que libres de impuestos. Todavía saltando en la barca, acabaron en una red, y emprendieron el destino a la barbacoa, para acompañar a una ensalada verde, y completar el condumio de aquel día.
El calor invasivo daba valor a la sombra. Entre el calor, y el condumio, la siesta da el salto que da el vicio para convertirse en respetada necesidad.
Las sardinas, deliciosas. Por allí se defendía su consumo únicamente en barbacoa. Vamos, al aire libre. Cocinarlas en una sartén no le da el sabor de la brasa de la madera o el carbón que prefieran. Además condena a esa cocina durante jornadas. Hagas lo que hagas todo rezumará el gusto de la grasa espetada.
Cuando un olor, así de poderoso se apodera de la pituitarias del que sea, lo único que consigues es condenar su consumo para los restos. Bueno sin dramatismos, unos meses de condena al destierro no se lo quita nadie.
Con la tarde caminado presurosa hacia poniente, aún el sol en lo alto, pero marcando su caída. Por un lado la siesta no tocaba a su fin, y por el otro se decide a acercarse para visitar aunque fuera brevemente a Héctor.
Allí debía de andar en su acantilado, preguntándose el porqué de nuestra ausencia esa tarde. Bien mirado, no debía haber mayor problema que un desajuste de planes, alguna obligación que otra, o simplemente lo que estaba ocurriendo. Varios días de peregrinaciones de distinta naturaleza, dio con una tarde que tras una breve barbacoa, un sol de justicia, y esa vocecilla que todos tenemos dentro del cuerpo que nos dice en tardes como esa, y en tales circunstancias algo así como: “¿Dónde vas? Anda no ves que ese sillón te está provocando.”
Vamos que el cuerpo te pide paz, y en ocasiones conviene hacerle caso.
El cuerpo pide, y es sabio escucharle. Pero el espabile y la conciencia acertó con una visita individual. Poco más de media hora, pero suficiente para agradecer la jornada anterior, y tantear la posibilidad de la devolución de la atención con ellos.
Aún hubo tiempo de rascar algún tema que había quedado en el aire la jornada anterior.
La verdad, que la pregunta fue tan directa como que corría el riesgo de ser contestada con un monosílabo afirmativo o negativo. Pero en realidad todo este tipo de preocupaciones del cómo podía caer una pregunta, o si esa tarde por la razón que sea no hubiera habido visita alguna carecen de sentido cuando una relación fluye sin más. Ya sea personal, de amistad, laboral,..
En este caso, el primer cuchillo abordó a Héctor directamente sobre una posible visita a la familia de Kirsty a Glasgow.
Para mejorar ese ¿Has visitado a la familia de Kirsty en Glasgow?, no se le ocurre otra cosa que preguntar, como si fueran dos cuestiones que se pudieran responder con la misma respuesta
- Kirsty me dijo que su hermano vino a visitaros, que tal con él.
Héctor, tenía una gestualidad cristalina. Esa sospecha la teníamos desde el principio. Si quería ser amable lo parecía. Si se liaba, se “trabucaba”, o se complicaba, su proceder delataba la torpeza por algún lado.
Luego era un relatador colosal, y en su exposición de los hechos solía ser bastante fiel a lo ocurrido. Construía el relato con un ritmo “in crescendo”, pero a todo ello le sumaba la habilidad de maquillar su torpeza con despiste con cierto aire “glamouroso”.
En este caso, ante las dos preguntas en batería que salieron sin tampoco demasiado intención de hacerlo. Pudiera parecer para el observado que cuando alguien pegunta algo de esa manera pudiera llevar semanas tratado de sacarlo a la luz. Fue espontáneo, uno de estos callejones sin salida que tiene la interacción con cualquier persona. Sin nada demasiado pensado la cabeza arranca por donde le apetece, y por ahí tiró en ese momento.
El porqué, eso si ya puede que sea materia de estudio, pero entenderán que este no es foro adecuado.
Lo que también fue espontáneo fue la reacción inmediata de Héctor al mirar las agujas del reloj. Los que tienen esa elegancia congénita no hace falta ni que hablen para que le digan con la sutileza con la que una madre enseña a andar a su hijo. Le sostiene apenas con un dedo, por supuesto con la ayuda de toda su alma, y le hace ver al pequeño que es él solo. Además se lo cree. A veces, la madre también.
En definitiva, sin decir a nadie que no son horas para abordar tan vastas cuestiones, mantiene la boca cerrada, al tiempo que le hace sentirse un tanto inoportuna en lanzar todo aquello, pero por otro lado su cara daba la bienvenida a ambas preguntas.
Aún sin abrir la boca, el que pregunta reconoce que: “Quizá no sea el momento”.
La respuesta mantiene el nivel de sutilidad-
- El momento claro que es, el problema es que no tenemos tiempo para acometer todo eso. Mañana puede ser un buen día, solo te adelanto que creo que hubiera ido mejor si el proceso hubiera sido el inverso. Es decir, ellos vinieron primero aquí, y luego nosotros fuimos a visitarlos a Glasgow. Si hubiera sido al revés creo que hubiera sido mejor. O quizá no.
Al menos, Héctor, incluyó en su atropellada despedida la promesa de consultar a Kirsty lo de la comida del sábado. Sería como una fiesta despedida de vacaciones o algo así. Héctor ya insinuó que pensaba que Kirsty iba a estar encantada con la idea. Desde luego, él también lo estaba. Y no era fácil que sacrificara un día de fin de semana para una causa que no fuera disfrutar de su casa, de su entorno,… En realidad eso era un elemento nuevo para él.
Hasta ahora estaba claro que la pareja de veraneantes habían encontrado en Héctor y Kirsty un buen motivo para tirar del hilo de sus vacaciones. Pero, que veía Héctor en esta pareja de nuevos amigos. Porqué alguien con cierto aire huraño para las relaciones sociales, de pronto, se entregaba a dos verdaderos extraños.
Por ahí quizá comienza una de las claves para entender algo de lo que por allí estaba ocurriendo. Durante la barbacoa en la cueva, en el momento donde la conversaciones se abrieron, por parejas, creo que cuando Héctor andaba limpiando la parrilla, y recogiendo todos los enseres propios de aquella comida, ya salió por allí la frasecita de “nos conocemos desde hace unos días, y tengo la sensación de meses o años”.
Es decir, apenas cinco días de conversaciones intensas, pero frugales. Un día entero comiendo, y charlando, y simplemente por el modo como se preguntaban, como se comentaba, como colgaban sus diatribas existenciales de perchas comunes con la seguridad que tiene el que la cuenta que va a ser entendido. ¿Extraños?
Esa fue la contestación de Héctor cuando fue asaltado por esta pregunta.
Mira, contesto Héctor.
- Hoy Kirsty le va a tocar esperar un poco en la estación. Le va a sorprender, pero se imaginará que algo justificado debe de ser.
Héctor miró a su nueva amiga, y le dijo:
- Pase que deje para mañana lo de mi relación con la familia de Kirsty, pero no aguanto irme con este sapo en la garganta sin compartir esto contigo.
De algún modo, Héctor vino a decir, que siente más extraños a sus hermanos que a otra gente, que con apenas unas conversaciones, siente que comparten un mismo universo.
- Lo más complicado de esta vida no es conocer a gente, hacer amigos así sin más. Eso está al alcance de cualquiera con cierta educación y ningún trauma psicológico de alguna entidad. Después hay que querer relacionarse claro está. Pero así, relacionarse en genérico no debería ser complicado en sí mismo.
Héctor prosiguió sin pregunta alguna, parecía con cierta necesidad para contar aquello que tenía pinta de haber sido reflexionado sin mucho orden y que ahora lo encontraba al ser publicitado.
- Lo complicado es hablar con alguien y sentir que compartes algo de verdad. Pasa de vez en cuando. En ocasiones conoces a alguien, que luego, si la historia da para ello, se matizarán algunas cuestiones, o incluso, los enfoques de vida serán realmente diferentes. Pero normalmente a los cinco minutos ya se sabe que se pertenece al mismo mundo. Un mismo código para sentir.
- Héctor, ¿te está refiriendo a cuando te enamoras de alguien?
- No. Bueno sí. Quiero decir. Amor por alguien que te identificas, que compartes de verdad. Que preguntas sin más, y no tienes que llenar la pregunta de condicionantes condicionales para preguntar algo, que al final ya ni se parece a lo que querías saber al principio. Que dices algo, y que no necesitas desgranarlo hasta tal punto de parecer algo tan elaborado. Dios mío, si uno tiene que explicar los sentimientos….
- Me refiero a eso. A que la gente que uno cruza en su vida y se mueve en esas coordenadas hay que aprovecharla. El entorno forma parte de uno mismo. Y no se puede ser estrictamente cobarde. Por no pervertir la naturaleza de uno te cierras en tí mismo, en individual o en pareja vaya.
Ahora la que miraba el reloj era el pasmado escuchador de aquello que sonaba a declaración de intenciones. No lo hacía porque no le interesara la historia que sí lo hacía. De algún modo, al conocer a Kirsty ya sentía el retraso, y de algún modo se sentía responsable. Pero Héctor se había subido a un caballo, que con cierto porte de que iba terminar rápido, proseguía en su argumento.
- Ustedes me han enseñado, que la vida está llena de gente que es para comérsela, que tenemos que beber los unos de los otros, y que lo no se disfruta se pierde.
- Nos enriquecemos con nuestras historias. Bueno, eso a lo mejor es un tanto presuntuoso por mi parte. Pero con que simplemente nos entretengamos, y nos hagamos los días más divertidos ya mereció la pena.
- No quiero decir que uno tenga que vivir abrazando las farolas. Pero creo que si la vida nos regala a alguien en el camino debemos disfrutarlo.
El monólogo continuaba con la tranquilidad del que no necesitaba ni monosílabos, tan socorridos para comunicar que por allí alguien se interesa por lo que cuenta. Héctor seguía y seguía. De algún modo, aquello olía a terapia.
- De verdad, hacía años que no venía nadie a casa. Isaac, de vez en cuando. Shaggy, el hermano de Kirsty. Sus padres. Ocasionalmente algún vecino. Poco.
- El otro día fue importante. Porque la verdad es que estaba un tanto nervioso. No exactamente. Sabía que todo iba a salir bien, pero tenía la incertidumbre de no saber cómo iba a ocurrir.
- No sé si te fijaste, que al principio, iba hacia la hoguera. Hacía el ademán de incluirme en la conversación que tuvisteis con Kirsty, pero no encontraba un modo claro de participar. Volvía a las brasas, colocaba dos palos que bien podían haberse quedado en su posición original, y regresaba sin más.
- La verdad, que os vi a todos tan tranquilos. Tan normales, tan con ese aire de compartir cada domingo, que no pareciera que os acabarais de conocer.
Héctor, volvió a mirar su reloj, esta vez de un modo más enérgico que antes. Bueno, digamos que compatibilizó esa mirado con su primer paso hacia el coche y de un salto se sentó en el sillón, arrancó, bajo la ventanilla. Y se despidió con un clarísimo hasta mañana.
Mientras Héctor se marchaba apresuradamente hasta la estación para recoger a Kirsty. Tarde por primera vez en muchos meses, el regreso al apartamento se tambaleó entre la tormenta de sensaciones que había dejado esos últimos cinco minutos.
La conversación había sido breve, pero daba luz a algunos interrogantes que se habían planteado, y otros que seguramente estaban por venir. O no.
Cuando llegó al apartamento, alguien despertaba de la siesta entre un café con hielo y un helado de leche merengada.
A bocajarro, le contó la media hora de acantilado en menos de 5 minutos, pero suficiente para meterse ambos en conversación.
Con un tono aún somnoliento, le preguntaba. ¿Pero cómo le has planteado eso del porqué alguien como Héctor puede interesarse por alguien como nosotros?
- Vamos a ver. Tampoco se lo he dicho así. Además esto venía de un boceto de conversación que arrancó el domingo cuando él estaba limpiando la parrilla.
- No lo sé cómo lo has planteado, pero estoy seguro que Héctor y Kirsty, que son maravillosos, pudieran extraer alguna conclusión equivocada de esas preguntas. Piensa que pueden entender que el estás llamando raros. O mejor, locos. O de otra manera, ya no sé si mejor o peor, peculiares.
- Bueno no sé lo que pueden entender, pero ya de primeras les estoy asociando a nosotros. Es decir, que, en todo caso, estoy diciendo algo parecido a los cuatro.
La conversación bajó algún grado. Tampoco es que llegara a discusión, ni siquiera cambio de pareceres, pero después de estas preguntas, digamos que de control para calibrar, por qué Héctor había abierto su corazón de esa manera. Por allí se respiró cierto entendimiento mutuo. Quizá porque a ellos les había pasado muchas veces. Si su entorno tampoco entendía esa manía de ver la vida juntos. No eran pareja, ni falta que les hacía. Ambos se habían marcado sus retos, sus objetivos, su modo de pensar, de vivir y de sentir. En ocasiones coincidían con el entorno, en otras muchas no.
El entorno puede ser despiadado en estos casos. La singularidad se asocia con la locura, alguno con el desprecio, muchos con la opinión atrevida y normalmente ignorante. La mayoría le gustaría ponerte una etiqueta. Y casi todos ellos, la cambian de color, precio y condición casi a diario. No nos entienden porque, no nos identifican con un producto parecido. Esclavos de un muestrario vital real, pero inexistente. El único posible es el personal de cada cual que se cultivara a lo largo de su vida.
No estaba hablando del sentimiento adolescente de singularizarse por un peinado especial, unas botas siderales o unos pantalones pesqueros de colores indefinidos. En realidad esos están más colectivizados que la media que les rodea. Si no de aquellos que se marcan sus ritmos y sus tiempos. Que hacen lo que quieren porque les gusta hacerlo.
- De pronto, ¿no te parece que conocemos a Héctor desde hace años?
- Ya te entiendo, ya.
- A Héctor le hemos despertado ese sentimiento de que el es singular, no por aislarse con Kirsty, y vivir su personalísimo colectivo de dos y ya está. Él es singular, como nosotros porque en un momento dado nos reconocemos.
- Si ya te entendía, ya. Y poco tiene que ver, que Héctor siga en su playa del fin del mundo, y yo vuelva a hacer páginas webs la semana que viene. Para empezar lo mismo no la hago, y hago otra cosa.
- Eso es, que da igual lo que hagas, que él tampoco sabrá que va a hacer, o sí, pero que lo que nos iguala es todo lo demás. Da igual que físicamente nos hayamos encontrado hace cinco días, nos conocemos desde el día que nacimos.
Al día siguiente ambos acudieron al acantilado a primera hora. Sin tapujos, sin necesidad alguna de hacer tiempos estúpidos, sin mareos coyunturales, ni causalidades casuales.
Como siempre Héctor ofreciendo sus viandas. Aquel día nos tenía preparado horchata helada por un lado, y hielo picado. El calor era tremendo, y la sombra de aquellas rocas debían recibir la refrescante ayuda de la horchata para encontrar las sensaciones de cada cual para compartir.
El detalle del hielo delataba que estaba seguro que íbamos a aparecer temprano por allí.
Héctor, tras lo prolegómenos sobre el calor imperante, la bebida para servirse, y el acomodamiento para la conversación arrancó sin más.
La primera vez que conocí a un familiar de Kirsty fue a su hermano Shaggy. Un rastafari, cuyo nombre real era Ian, y que de momento se interesó por la posibilidad de asistir a alguna Reggae Night en España. Podréis imaginar que venía con todos los tópicos a cuestas. Ya está advertido sobre los intereses primitivos e iniciales del hermano. Los británicos son cristalinos al respecto. Alcohol barato, y en su versión con rastas pues deberíamos incluirle el reggae y sus elementos de consumo habituales.
Después, pues imaginad. España, flamenco, exótico, casi África, bailamos por la calle, toreros y quijotes. Pasamos el día y la noche en la calle, y el sol, siempre el sol.
Después cuando rascas, debajo aparecen las personas, digamos que en esta ocasión en sentido reversible, porque las primeras horas se debaten entre tratar de averiguar hasta qué punto la vida es tal y como describen las guías de viaje al uso, y otros en matizar, lo que hay de verdad en todo eso mientras uno se dedica a la fotografía.
En realidad había un punto que incluso con el paso de los días entre nosotros ponía caras de estar frotándose las entendederas sin terminar de encajar, el mundo de la sanidad y de la fotografía con el flamenco. Sin llegar a hacerlo parecía preguntarse cómo se podía bailar con una bolsa llena de objetivos colgado del hombro izquierdo y una Canon en la mano derecha. Lo de su hermana enfermera con una bata de lunares digamos que también estaba en el aire.
El comienzo no fue muy edificante que digamos. Un breve paseo por el Madrid de los Austrias le dejo algo aturdido. En realidad, si encontró una ciudad viva, caótica, llena de ruidos, los tumultos de los bares del centro de Madrid, y unas construcciones que se amontonaban entre sí donde mezclaban el aire un cierto aire germánico, y el regio neoclasicismo. Imagino que entre otras cosas. Entiendo que una ciudad extraña nunca huele bien, así de primeras. Hasta que te familiarizas y asocias todo al olor de sus nubes.
Todo esto entre MacDonalds, Vips y grandes almacenes que no atinaban a dibujar la España esperada por él. En realidad podría ser a ratos Berlín, en otras ocasiones, Bruselas, alguna ciudad francesa, y si me apuras si no fuera porque el inglés sonaba de fondo, aislado y medio tímido, tampoco se diferenciaba mucho de algunos lugares que recordaba de Londres en sus viajes de estudios, y digamos que otras hierbas.
El viaje hacia el sur, si le enfrentó con los tópicos. Atravesar la Mancha ya es pintoresco en sí mismo. Simplemente las grandes extensiones sin habitar ya chocan para alguien que pertenece a una isla. Si todo está seco, amarillo, masas de cereal a punto de ser recogidas, digamos que aturde. De pronto la puesta de sol da al cielo rojos, rosas y naranjas con todas sus mezclas imaginables. El británico se transporta al África del aviador que descubre la grandeza de una naturaleza que apabulla. La banda sonora en esta ocasión Chambao. Lo que le sonaba terriblemente árabe a sus oídos.
Y en medio de todo aquel shock, después de tres horas de avión, de visitar Madrid en tres horas, de haber agotado el cupo de su escaso español y sonrisas que utilizaba para justificarlo. En medio de aquello, Kirsty con su despiste habitual pregunta al aire si apetece parar para tomarse un café o un refresco. Todos naturalmente que asentimos de palabra o gesto.
El sitio escogido para la parada parecía extraño. Demasiado pequeño para ser un bar, cafetería o restaurante al uso de una estación de servicio de cualquier carretera. Pero la indicación en la autovía estaba clara. Un parking escueto al hilo de lo que en realidad era una vía de servicio de la propia autopista y un nombre extraño para dar cafés y bocadillos de tortillas variadas. El Edén.
La Mancha profunda aparecía tras una de esas cortinillas de colores que supuestamente se instalan en las puertas para parar unas moscas que parecen que no necesitaron pasar tan inabordable barrera para vivir en aquel lugar con olor a aceite de oliva rancio, queso curado y alcohol barato sin determinar.
Detrás de la cortina, y de las moscas, un hombre bajito con unos pantalones de tergal impropios de la fechas. Impropios y subidos hasta el ombligo, con algún rastro en la entrepierna de dudoso origen. Ese hombre marcaba el compás de la coplilla que entonaba con sus sandalias azules de mercadillo de otro tiempo.
La presencia del visitante, e intuyo que la cara del pelirrojo de las rastas le empujó el ánimo hasta crecerse a entonar una canción de flamenco puro. No sé si cante hondo, o cante chico, pero cante.
Su amigo. Un gordinflón pasado de vino le acompañaba con unas palmas entregadas.
Dos canciones, y el cantaor pidió literalmente un “colacao”. La camarera, le respondió sirviéndole una copa de veterano con coca-cola. Bueno, por partida doble, porque las palmas parece ser que también dan sed. La camarera escotada con el aire del que lo hace a conciencia, y otros dos escotes se movían alrededor del dúo de músicos, y en el aire ese “ay dios mío, donde nos ha parado Kirsty”
Kirsty no se enteró del lugar en que paramos hasta que no salimos, Shaggy simplemente acumulaba elementos de confusión entre lo leído en el pre-viaje, entre lo explicado en esas pocas horas entre nosotros donde le habíamos tratado de apartar los tópicos de la verdadera España, y lo que sus ojos estaba viendo sin terminar de entender que pasaba allí.
Un bar de carretera, putas de otros tiempo. Manchegos de nuestro tiempo, y un negocio que no entendía si no se justificaba por algún comercio del algo más que el puro alcohol. Vamos, hablemos claro, sexo, drogas y flamenco. Eslogan para una ruta fértil de camiones y sus recios conductores
El embarazo inicial ha tornado hacia mi tendencia natural a dar luz a esta historia por histriónica, por peculiar y por real.
Después recuerdo la llegada de Shaggy a la cueva. Ahí es donde puso la cara inequívoca del que piensa que su hermana está tan loca como pensaba en Glasgow que estaba. No por buscar fortuna fuera de aquella ciudad de la que todo el mundo busca una excusa para abandonarla. Todos la quieren, y todos se marchan. Femme fatale.
A partir de ahí tratar de encajar una idea de este país que se aproximara a la realidad fue poco menos que imposible. En realidad daba igual. El sol es para todos, la playa también, su hermana siempre será su hermana, y me temo que él siempre será él.
Alguna juega entre mojitos y caipiriñas. Cervezas a todas horas. Saludos e insultos en castellano, como bagaje cultural. Y el abrazo de despedida a Kirsty justificaba su viaje. Vino como se fue. Las ideas iniciales sufrieron pocas modificaciones. España es un país para locos, es decir, su hermana había llegado a su Tierra Prometida. La cerveza esta barata y es rica, y las fotos en la playa daban altura moral a su viaje. Total, a ratos parecía que lo único importante parecía volver y contarlo. Otros preferimos llegar y vivirlo.
Digamos que sin entrar en otro tipo de consideraciones partamos del básico, que alguien asume una serie de ideas originales, y ya no son reversibles. Algunos le llaman primeras impresiones, otros, falta de flexibilidad, la mayoría quizá se debaten en la necesidad de incluir todo lo que se van encontrando dentro de un cliché que ya se encontraron en el pasado. Lo que sea, la mezcla de los 3 posiblemente, el caso es que la asunción de que España era un país para locos, y que en Escocia ya sabían que Kirsty estaría muy bien en un país que se ajustaba a ella. Bueno eso dicen ahora que Kirsty está perfectamente acomodada. Si se hubiera vuelto a su país después de aquel mercadillo en la feria de septiembre, le hubieran dicho qué que se pensaba ella, que esa locura no puede uno irla aireándola por la vida.
Así con la mima cara del que estaba seguro que encajaría en España perfectamente.
Por otro lado las ganas de comunicarse no garantizan nada si hay un impedimento idiomático de bulto. Si uno quiere decir, dice, a base de monosílabos, lenguaje gestual y muchas sonrisas. El otro comprende lo que le da la gana, pero el debate, la subjetividad y la ironía esperan una mejor ocasión. Sin estos tres pilares comunicacionales no se puede ir mucho más allá de que una cerveza está fresquita, o si hace mucho o poco calor, o si se ha desayunado bien, y en ese aire.
Las noticias corren como la pólvora. Y como nos teníamos cuando llegamos casi un año después a Glasgow para pasar casi dos semanas el fondo de todo aquello es que España es un país caluroso, con playa, con gente que canta en los bares, las casas son cuevas, y como curiosidad tenemos McDonalds, y una cerveza decente.
Esto último pronto comprendimos que era un valor en sí mismo. No hubo taxista dentro de la ciudad escocesa que al comentar el trayecto que tocase no quisiera hacer migas con nosotros a partir de la calidad de la cerveza española. De tres, dos de ellos consumieron San Miguel estas navidades, el otro la probó hace poco y el resultado fue magnífico. Lo decían con un tono a medio camino entre la cortesía, y el reconocimiento que de los españoles no podría ser un pueblo tan bárbaro si era capaz de elaborar una cerveza digna de un paladar británico,
La impresión de las dos semanas en Glasgow fue contradictoria. Con el tiempo comprendí que los escoceses son un poco así. Tan británicos como anti-ingleses, abanderaron el materialismo dando inicio a la revolución industrial que aún marca nuestro tiempo y creen en monstruos milenarios que viven en un lago que se le ve de tanto en vez. Llenan su ciudad de iglesias, y su historia de guerras de religiones y allí no practica nadie. Llevan a gala perder, siempre lo hacen, pero con honor.
El aliciente de una visita que personalmente no me quedó otra que planteármelo desde un punto de vista cultural chocaba con el desconocimiento de una familia que salvo algunas sonrisas furtivas tampoco percibía ningún interés especial por comunicarse.
Shaggy se limitaba a invitarnos a un par de fiestas. Por supuesto que Kirsty era la estrella, yo salvo el erudito de turno que se lanzaba a la piscina del español con cuatro expresiones sueltas, quedaba a expensas de un inglés macarrónico, que en cualquier caso sólo compraba billete de ida. Yo decía, o más bien quería decir. La respuesta era simplemente inaudible para mí, y la incomprensión de la cara daba la pista para que me resumieran el contenido de la respuesta con suerte desigual.
Una fiesta en el Art School, con Kirsty secuestrada entre amigos de diferentes etapas estuvo a punto de volverme loco. Shaggy me dio a probar “champiñones mágicos”. Él decía con cierto dramatismo que era un “souvenir” de Glasgow. Bien, la desaparición de Kirsty durante una hora se me hizo como si fueran semanas, yo volando por un lugar al que no entendía a nadie, entre performances de body-painting, pinturas que debían verse sobre un lienzo circular que tomaba verdadero sentido cuando comenzaba a girar. El volumen del cuadro aparecía con el movimiento. Pero la cerveza, las setas, la incomunicación de haber agotado el inglés disponible…
La aparición de Kirsty fue como el flotador del náufrago. Parecía mentira, después de haber vivido mil situaciones de diverso pelo, pero el ambiente o lo que fuera me dejó al borde del cortocircuito.
La agenda de visitas a la catedral, el museo de arte religioso, el museo de arte moderno, el Palace People, Glasgow Green, visita a Loch Lomond, isla de Cumbrae y un día entero en Edimburgo completaron el panorama.
De lo que se coció allí en familia, personalmente no pudo avanzar mucho. Sí percibí la alegría del encuentro. También un cierto reproche de fondo por no ir más a menudo, creo que tampoco nadie pedía volver. De algún modo eso si lo tenía claro desde antes a través de la propia Kirsty. La gente de Glasgow tiende a marcharse de la ciudad.
Digamos que ciudad grande sin expectativas. Pobreza, delincuencia, un tiempo constantemente lluvioso, y un aire de conformismo envolvente que no ayuda a progresar en nada.
Por otra parte, amabilidad, sentido del humor y resignación son las armas utilizadas para combatir los inconvenientes, Eso y la cerveza.
Ricos y pobres caminaban hacia el pub para rendir su culto diario.
En cuanto a si ellos nos entendían o no. Ni se lo cuestionaron. Esto, quizá es un punto de vista latino, de tratar de entender motivaciones o modos de vida. Los británicos asumen la libertad hasta sus últimas consecuencias. Estábamos en España, bien. Por qué, para qué, qué hacíamos, donde vivíamos, a qué nos dedicábamos, …
En realidad un simple paseo callejero dejaba bien claro en los expositores de las agencias de viaje que era España para ellos. Bueno España por decir algo, porque para ellos Majorca, o las Canary Island, o Málaga, o Benidorm, eran exactamente eso. Lugares para visitar, con sol, chicas y cerveza barata. No les hables de conceptos de turismo de interior, pintura, arquitectura, obras públicas, porque salvo chispazos puntuales y normalmente inconexos la conversación tampoco progresaría por ahí.
- ¿Y no habéis vuelto después de aquello?
- Pues mira, yo no. Estoy valorando volver a hacerlo pronto. Pero la sensación inicial tampoco daba demasiado sentido a que volviera.
- ¿Y Kirsty?
- Ella, sí. Cada dos años o así pasa una semana larga. Además, ella es de Glasgow. Es decir, entiende perfectamente que alguien como yo, que ya lo conoce, no quiera volver.
- ¿Y nunca habéis discutido por todo esto ¿Es decir, es fácil que las parejas se planten ante barreras de cierta entidad ante este tipo de correspondencias familiares?
- Pues mira, esto es una cuestión que nunca hemos hablado, pero la situación se maneja desde el respeto a uno mismo, al prójimo, y el convencimiento mutuo de que las relaciones son personales.
- Sí, pero en ocasiones por muy libre que se mantenga a todo el mundo le gusta que su pareja conozca a su familia,
- O no. O sí, en diferentes grados. Para empezar la familia británica es un poco diferente a la mediterránea en general. Aunque en mi caso tampoco sé muy bien donde ubicarla.
- En realidad, tan sencillo como no pedir a tu Kirsty más allá que amor. Eso es lo básico. El resto se coloca y se descoloca según venga.
- Eso es, lo importante en ocasiones no es lo urgente. Lo importante, el único acuerdo real, lo que de verdad puedo pedir es que me quieran como yo quiero a quién me dijo que ya me quería. El resto lo colocan, los días, las horas,…
Al hilo de lo que estaba comentando Héctor.
- El otro día un psicólogo decía en televisión que el único modo de no decepcionarse era no esperar nada de nadie.
Héctor frunció el ceño. Chocaba como alguien tan tolerante con casi todo parecía reaccionar ante los conceptos asociados de psicólogo televisivo. O era simplemente psicólogo.
- Bueno, ya estamos con los psicólogos que hablan de los sentimientos como si se tratasen de objetos sintetizados en el laboratorio de las emociones.
- Sí, pero…
- Sí, claro naturalmente que así no se sufre, pero vamos las emociones fluyen, los compromisos de diversas naturaleza circulan en todos los sentidos posibles. Si no te quieres pillar los dedos, está claro que mejor no sacar las manos de los bolsillos.
En realidad, en un diálogo que progresaba a borbotones por allí quedaron claras algunas posiciones comunes con relación a los psicólogos, y las expectativas que uno se pueda despertar y como aquello puede acabar. En líneas generales se coincidía en que esa postura de no esperar nada de nadie queda muy bien en un manual, pero la gente socializa con palabras, que se apoyan en intereses y/o sentimientos. Luego uno es más frío, o menos impresionable. O terriblemente apasionado. O desconfiado. O, lo que sea. Todo en su justa medida debería ser bueno en sí mismo.
Pero eso de mantenerse alejado del mundanal ruido acaba en sordera social. Sin sonidos no hay palabras, ni ideas, ni expectativas, ni decepciones, ni ying, ni yang, ni nada.
Cuando los conceptos amenazaban con repetirse hasta el punto de que comenzaba a perder fuerza un argumento tan poderoso, una pregunta interrogaba a Hectór bajo el peligrosísimo preámbulo de “Por curiosidad”.
- Por curiosidad, ¿te ha pasado algo con algún psicólogo? ¿Alguna experiencia negativa?
Héctor, rehuyó el factor personal. Negó, incluso que él visitara jamás consulta alguna. Incluso cree que son necesarios, y que ayudan a mucha gente. Se apartó de cualquier fundamentalismo.
Para dar credibilidad a este argumento se perdió en una diatriba personal sobre la inutilidad de los notarios. A esos, sí que no los soportaba, qué es eso de cobrar por dar fe. Incluso enrojecía hablando sobre esto.
Retomando el tema de los psicólogos. Defendía que había visto como amigos o más bien conocidos habían dejado gran cantidad de dinero en sesiones de distinta clase. Sesiones destinadas al conocimiento del enfermo en cuestión, y que todo terminaba en un diagnóstico básico, sencillo. Lo que cualquier amigo que ya conociera el caso le podría decir dos años y 18.000 euros antes.
Te llenan tu vida de entrevistas, dinámicas, juegos de rol, reflexiones personales para llevarte al punto donde estabas.
El diagnóstico viene a ser que hagas lo que tú sabías que tenías que hacer, y como no querías fuiste a un profesional, para que normalmente te dilate el mal trago.
- Bueno te lo dilate, o te lo aumente supuestamente corregido. De alguna manera le apostillamos todo su argumento
Héctor haciendo gala de su gestualidad tan acostumbradamente cristalina, puso cara de que no sería la cosa para tanto. O al menos, con su usual moderación en el trato, algo así como, por lo menos él, no podría suscribir tal cosa.
No obstante, en una maniobra que ya sonaba a conocida, mientras se desvinculaba de una postura tan enérgica, él seguía su camino de conversador lleno de matices. Al hilo de esta conversación sobre terapias y psicólogos recordé una lectura reciente que venía a reforzar de alguna manera lo que Héctor nos estaba dibujando.
- Mira, precisamente hace dos semanas leí un reportaje que publicaba un dominical de un periódico de tirada nacional que hablaba de disparates de diferente naturaleza, y facturas con muchos ceros.
- Si bueno, eso viene a ser lo que comentaba antes, ¿no? Salió al paso Héctor.
- Eso es, pero entiende que no puedo guardarme esto. Imagina que alguien que no conoce a sus padres se mete en una terapia de constelaciones familiares para que le rasquen todo su pasado.
- Uff, sonó realmente largo la exclamación de Héctor.
- Pues sí, lo más curioso es que todo empezó para resolver problemas de pareja de su madre y su actual padre.
- El que sería el padre efectivo imagino. Héctor fijaba los conceptos para no perderse en la conversación.
- Pues, algo más complejo, porque el padre original desapareció, otro intermedio asumió, y éste sería el tercero que quiso y no pudo. Todo esto como mar de fondo de una pareja que se rompe, y que se mete un maremágnum de terapias para tratar de dar con la tecla que debería de dar cada uno por un lado.
- Vaya lío.
Héctor parecía perderse simplemente en el planteamiento, pero el seguimiento de los ojos que se movían como pasando de un estado a otro nos hacía ver que seguía en la conversación. Con la necesidad de ir enfocando para que no nos perdiéramos para siempre en el simple planteamiento retomamos el diálogo,
- Pues espera, que resulta que 12.000 euros después la pareja se separa como ya se veía venir, la hija resulta que le remueven a su padre original y se va a vivir con él al extranjero.
- ¿Con el primero, con el de verdad?¿Pero, que es lo querían solucionar con tanta terapia? ¿La terapia no era para que ellos se asentaran como pareja, bueno como familia?
- Pues esa es la historia, que lo que en principio movió todo acabó como todo el mundo pensaba que iba a hacerlo. Ninguna aportación significativa en la terapia. Cuando el psicólogo de marras conoce lo que ocurre y a los personajes diagnostica lo que ya hubiera hecho la vecina de enfrente que vende fruta en el Eroski del pueblo.
- O sea, que digamos que problema no solucionado.
Héctor, por primera vez ponía cara de que entendía el sentido de la historia. Su cara se relajó y nuestra palabra también.
- Bueno problema no solucionado, y al menos otro par de ellos creados.
- ¿Cómo?
- Sí claro, el dinero empleado en el asunto para nada, y la conciencia de haberlo quemado.
- Bueno al menos la hija encontró a su padre de verdad.
- Sí, pero después de dos años entregados a recuperar la figura paterna se da cuenta que se ha abandonado a sí misma, que fue la razón por la que ella se mete en la terapia.
- Vaya historia, dijo Héctor.
- Alguna más contaba el reportaje.
- Así de truculenta
- Pues no exactamente, no te quiero aburrir, si la verdad es que no pensaba contarla con tanto detalle, únicamente quería reafirmar lo que estabas tratando tú.
- Sí, sí si te he entendido, y en realidad las historias de este tipo tiene el valor del testimonio. Necesitamos pintar las ideas con realidad para entenderlo. Si no le ponemos carne, muchas de ellas se las lleva el viento.
- Mira ahora recuerdo otra que contaba un tipo que cierta fobia social. El típico inseguro que no puede compartir nada con nadie, porque siempre que está en un grupo hay un momento que piensa que los demás saben que es un tímido patológico y se ríen de él.
- Después de agotar todo tipo de situaciones, y varios especialistas, alguien le recomienda irse a un gran ventanal de un bar donde el público consume mirando hacia la calle. La idea era aguantar allí sin retirar la mirada al personal, sin apartar la vista.
Héctor, se levantó de golpe, y con cierto aire de indignación ligeramente impostada nos interrogaba:
- Pero bueno, lo tuvo que pasar fatal.
- Y tanto, primero empezó a percibir como si estuviera en un zoo, o en un acuario con peces bebedores de cerveza. Y después tuvo que salir por piernas porque alguien interpretó la terapia como una provocación. Y el atasco social del personaje tampoco daba para demasiadas explicaciones.
El tiempo pasó, la charla tocaba a su fin, pero antes de que Héctor emprendiera el camino de vuelta confirmó el interés de Kirsty por verse este fin de semana. A ella también le había sabido a poco. Además, tenía libre el viernes, por lo que advirtió que si ellos preferían ese día había disponibilidad y ganas. El mismo podía adelantar el trabajo entre miércoles y jueves, y de algún modo ante la marcha inminente del domingo, la advertencia venía como balón de oxígeno para que todo fuero mucho más desahogado.
El balón se recogió inmediatamente, y no dejaron nada pendiente para ningún mañana que pudiera condicionar una nueva situación. Se escogió el viernes como el día para verse.
De nuevo Héctor, entre torpe y apresurado enlazó la elección del día con un bueno entonces me voy a por Kirsty a la estación, como si una cosa fuera consecuencia de la otra. Qué problema el de este hombre con las presentaciones y las despedidas. El resto era delicioso, y conociéndole también resultaba medio cómico ver como no era capaz de comenzar y terminar nada como es debido. Luego, parecía tan seguro, tan tranquilo. La singularidad de cada cual. Todos parecidos, pero tan diferentes.

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